Se veía un ancho cartel con doradas letras, bajo el cual una joven, casi adolescente, se subía los calcetines y recomponía la falda. Era una falda tableada, de cuadros verdes, el uniforme de un colegio de pago, sin duda. El pelo castaño, recogido atrás en una humilde cola, reflejaba la luz rojiza de un atardecer otoñal. Olía a tierra mojada, las flores del parterre aún retenían golosas las traslúcidas gotas de la reciente lluvia. La muchacha fruncía el ceño mientras miraba repetidas veces el reloj de pulsera con ansiedad. Alguien la hacía esperar.Yo nunca haría esperar a una chica así, pensé, al tiempo que me acercaba un poco más para estudiar sus gestos. Avancé despacio, oculto tras los setos, con miedo a delatarme.
Me encontraba a escasos metros cuando él entró en escena, anticipé su presencia por el brillo en los ojos de la muchacha y la sonrisa que iluminó su cara. Aprecié el ajetreo en su pecho, la respiración agitada y un breve suspiro de alivio que devolvió el color a sus mejillas. Me sentí mal, como si acabara de perderla, subí el cuello de la gabardina y muy a mi pesar pasé de largo. Como siempre dice mi mujer, la niña ya sabe lo que se hace.
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