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lunes, 22 de septiembre de 2008

TAREA CONCLUIDA

Un relato psicológico policial

Cuarta y Última Entrega

Había perdido la costumbre de vernos los cuatro alrededor de la misma mesa, compartiendo una comida. Sucedió el día que Judy cumplió cuatro añitos. Yo me sentía tan extraño e incómodo compartiendo esa mesa, que debí hacer verdaderos esfuerzos para permanecer. Pero lo hice por mi querida hermanita, para que al menos tuviera un festejo especial con su familia, una rica torta con velitas que apagar, aunque era triste comprobar que mi querida Judy no pudiera disfrutar de una fiesta con amiguitos de su edad, globos, juegos y cotillón, como la que había podido disfrutar yo cuando todavía éramos una familia normal.

En un primer momento pensé que el delicado perfume y la vestimenta especial de mi madre se debía a la ocasión. Pero no tardamos todos en comprobar que no era así. Ni bien Judy terminó de vaciar sus débiles pulmones en la última de las velitas, mamá Mariana (era el nombre de mi madre) se levantó de la mesa y con total naturalidad y desparpajo, besó en la mejilla a mi hermana mientras le decía :

- Felicidades, hija - y se despidió de su todavía "marido" y de mí, con cierta simpatía, inusual en ella en los últimos tiempos.

Con timidez y preocupación mi papá preguntó:

- ¿Adónde vas? -

Su pregunta fue continuada por el silencio y una incisiva mirada por parte de ella. Ambos, más elocuentes que cualquier otra respuesta. Y nuevamente la figura de las espaldas de mi madre y un portazo después.

Todo sucedió ese mismo día, como si la Providencia hubiese decidido, justamente ese día, poner fin a una larga situación y echarme encima toda la información que durante tanto tiempo y con tanto ahínco había buscado.

Habíamos terminado de saborear restos de la torta. Indiqué a Judy, como de costumbre, que debíamos cepillar nuestros dientes para mantener la higiene bucal y evitar futuras caries. Yo solía hablarle como a un adulto porque es lo que a ella le gustaba para contrarrestar la relación que tenía con mamá. Mientras estábamos en el baño con nuestros quehaceres, sonó el teléfono. Papá levantó el auricular. Era mi madre diciéndole no sé que cosa. A lo que papá respondió:

- ¿¡Qué!? ¿¡Robirosa!? ¡Voy ya mismo para allí! -

Mi corazón no latía, galopaba, aumentando su velocidad por segundo. Yo sólo pretendía que me brindara el tiempo suficiente para hacer lo que debía, antes que decidiera estallar. No podía perder esa oportunidad. Yo no conocía el domicilio de Robirosa. Lo único que tenía que hacer era seguir a papá y poner fin a a la situación. Mi madre ya no podría continuar teniéndonos en jaque. Ese mismo día se terminaría todo para siempre.

Debí llevar una vez más a Judy, a lo de Carmen, la vecina; lo que había estado haciendo bastante asiduamente debido a la función de espía que me había autoimpuesto y que hasta el momento había resultado un verdadero fracaso. Mi hermanita hizo puchero mirándome con tristeza, pero resignada, entró en la casa de Carmen. Le di un beso, prometiéndole que esa sería la última vez, agradecí una vez más a mi vecina y desaparecí.

Entré rápidamente en la casa, fui directo a la cocina, guardé un cuchillo en mi espalda, dentro de la ropa, lo disimulé bien para que no se notara y me fui en busca de mi padre para poder seguirlo hasta lo de Robirosa.

Lo vi en la esquina deteniendo un taxi. Mi madre se había llevado nuevamente el único Fiat de la familia, como de costumbre. Mi vista buscaba con desesperación que apareciera otro taxi. Y que estuviera "libre". Si el que llevaba a mi padre desaparecía de mi vista, yo estaría perdido. Lo vi subiendo al vehículo y alejándose. Pero al llegar a la esquina, el semáforo se confraternizó conmigo, mostrando una luz roja y redonda que me devolvió las esperanzas.

Finalmente subí a un taxi que se desocupaba a unos metros de donde estaba parado yo. Impaciente y nervioso esperé que la muchacha que venía dentro abonara su tarifa, mientras el de mi padre comenzaba a girar a la derecha ante la aparición de la luz verde. Yo ya estaba sentado en la parte de atrás del coche mientras la joven continuaba buscando billetes y monedas para completar su pago. Le insinué a ella y al conductor que estaba realmente apurado y que yo pagaría la diferencia que le faltaba abonar a la muchacha. Ante el asombro de ambos, cerré la puerta con brusquedad y le pedí al conductor que girara a la derecha y siguiera al taxi que llevaba a mi padre, sin correr el riesgo de perderlo de vista, pero a la vez, sin acercarse demasiado.

Observándome a través del espejo retrovisor con mirada sospechosa, el conductor quiso saber si no lo metería en líos. Le aseguré sin titubear que no corría ningún riesgo en absoluto y que de todas maneras le abonaría el doble del costo del viaje.

El hombre hizo un trabajo profesional. Se acercaba y alejaba según las circunstancias, evitando el ser descubiertos y a la vez asegurándonos no perderlos de vista. Fueron quince minutos de angustioso viaje para mí. Pero mi desconcierto fue mucho mayor cuando nos acercábamos al domicilio de Robirosa. Un edificio alto, lujoso, con un impresionante lobby rodeado de arreglos florales, ubicado en la zona de Belgrano y con un encargado uniformado en la entrada. Vi a mi padre saliendo lentamente del coche. Nunca la había visto antes a mi madre llorar. Llevaba un pañuelo en la mano. Se abrazaron. Descendí del taxi y frente a la ventanilla del conductor, extraje dinero de mi bolsillo. Empecé a poner billetes sobre la mano del taxista sin poder quitar mi vista de mis padres. Hasta que el hombre dijo que era suficiente. Le di las gracias y me retiré sin saber siquiera cuánto me había costado el viaje. Me fui acercando lentamente, como quien está por ingresar en una zona de peligro. A sólo unos metros de distancia, una ambulancia esperaba, con su faro intermitente funcionando. Mis padres me miraron sorprendidos.

- ¿Qué haces aquí, hijo? - me preguntó mamá, mientras secaba sus lágrimas y sonreía con un dejo de tristeza. Su tono se escuchaba distinto. No supe que contestar. Y tampoco fue necesario que lo hiciera.

Dos hombres de guardapolvo blanco traían una camilla con un cuerpo tapado por una sábana. Lo introdujeron en la ambulancia.

- Es mi psicólogo - me dijo mamá. Y agregó: - ...un ataque cardíaco... - y se volvió a abrazar con papá.

Esbocé una sonrisa insegura de sí misma: - me voy a casa – dije – Judy me está esperando en lo de Carmen – Me di media vuelta y empecé a caminar.

- Nosotros también vamos a casa – se la escuchó a mamá.

- Ven en el coche con nosotros – dijo papá.

- No, prefiero caminar... – contesté, mientras me alejaba mostrándoles esta vez yo a ellos, mi espalda, donde llevaba el cuchillo que debería regresar al lugar de donde lo había obtenido.

Luego, cuando la calma fue volviendo al hogar, me enteré por papá, que no pudo continuar callándolo, que los problemas con mamá empezaron cuando el cometió una estafa muy grande en perjuicio de José, su socio y amigo del alma, debido a los problemas económicos que estaba afrontando nuestra familia. José nunca se enteró de la trastada hecha por su amigo, pero a papá le costó ir resintiendo las relaciones con mamá, la que debió empezar un intensivo tratamiento de psicoterapia con el Dr. Robirosa.

No es fácil entender la mente de la gente, por más allegada que ésta sea a nosotros. Tampoco resulta fácil entendernos a nosotros mismos. El ser humano es un enorme cúmulo de imprevisibilidades. Sólo podemos estar seguros de una cosa:

Quien está dentro nuestro nunca nos dejará saber con total seguridad, de cómo vamos a reaccionar frente a las diferentes situaciones a lo largo de nuestras vidas. No juguemos ninguna carta a nosotros mismos... porque podemos perder.

Fueron transcurriendo los días, las semanas, los meses... y mi familia fue lentamente reacomodándose a lo que había sido. Para bien o para mal, el embarazo de mi madre no prosperó. Tuvo complicaciones, quizás por la edad o por las excesivas tensiones vividas en aquella época, y debió abortar. Pero juraría que ahora mis padres se quieren más que antes. Mi padre recuperó su seguridad. Hasta mi hermana Judy se hizo toda una señorita. Creció, hizo buenas amistades, se puso de novia, fue buena estudiante y luego se casó. Pareciera como si los traumáticos hechos ocurridos durante su temprana infancia no la hubiesen afectado, salvo por aquellos ataques de asma que no querían abandonarla. No sé. O quizás al resto de mi familia, los hechos los afecten más tarde. O de otra manera. Porque a mí sí me afectaron cambiando mi vida por completo. Diez años después, a los veintiocho años de edad, me casé muy enamorado. Pasamos una hermosa luna de miel donde mi mujer quedó embarazada. Pero a nuestra vuelta, en un arrebato de celos, convencido de que ella me era infiel y de que el crío por nacer pertenecía a otro, la maté a puñaladas en el vientre. Por supuesto que no me había sido nunca infiel, pero sólo después pude saber que también había asesinado a mi hijo primogénito.

El doctor Warren, psiquiatra aquí en el Penal, me dice que es la "tarea concluida". El dice que los padecimientos que debí sufrir con lo ocurrido durante mis 17 años de edad, crearon una reacción interna en mí, a punto de concretarse y que al ser interrumpida dicha reacción quedando inconclusa por factores externos, quedó instalado dentro mío el bicho de la actitud reprimida, preparado para actuar cuando la oportunidad se presentara y las condiciones adecuadas se volvieran a repetir.

Mis padres me visitan todos los domingos. En especial mi madre. Ella no hace más que llorar y me repite una y otra vez, que hubiese preferido que Robirosa no se muriera, para que yo pudiera terminar mi tarea antes.


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