Por medio de la misma, podríamos ver justificado nuestro accionar, para el caso de que nuestra vida o integridad física se vieran comprometidas en forma inmediata e inminente. En estos casos, obtendríamos una especie de permiso legal tácito para aplicar la fuerza incluso causando daño, si ello se hiciera necesario, a los efectos de conservar dicha integridad.
La defensa propia sería aplicable únicamente en los casos de peligro, como ya hemos afirmado, siempre y cuando no sobrepasemos los límites de aplicación de la fuerza necesaria para neutralizarlo. Ello significa que no podré aludir legítima defensa si disparo con arma de fuego a quien me ha agredido con los puños.
No intento aquí dar una cátedra de derecho, en primer lugar, por no encontrarme facultado para tal tarea y en segundo lugar, por no ser éste el propósito del artículo. Mis aseveraciones provienen un poco de difusos y lejanos recuerdos de mis épocas de estudiante y otro poco, del intento acostumbrado de aplicar elementales normas de lógica.
En cambio, el propósito consiste en traer a colación los valores intrínsecos que esta figura pareciera defender: la propia vida.
La historia nos muestra ejemplos de personajes que no han escatimado en propagar la enseñanza de métodos pacíficos de defensa aun a riesgo de la propia vida, en aras de conseguir la tan anhelada paz, como lo fue Mahatma Gandhi y todavía hoy, en cierto modo, Nelson Mandela, con sus flamantes 90 años recién cumplidos hace apenas unos días (Premio Nobel de la Paz).
Es verdad que el ámbito de aplicación (ámbito privado) de la figura jurídica a la que nos referimos no concuerda con el aludido por los políticos mencionados (ámbito público). Pero a los efectos de una reflexión filosófica, podríamos unificarlos por vez única y con el solo motivo de cuestionarnos:
La defensa de la propia integridad física a través de medios agresivos ¿es un derecho? ¿una alternativa? ¿o la posibilidad de su rechazo puesta sólo en manos de unos pocos elegidos capacitados para comprender la verdad?
Rudy Spillman
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