(un relato sobre meditación)
"¡No corras, hijo, que te vas a caer! ¡No corras... por favor! ¡Ves, te dije que te caerías! ¿Porqué no obedeces a tu madre, hijo?"
El hijo se levanta todo machucado, un insignificante hilo de sangre recorre su rodilla, y mira estupefacto a la madre. Entonces piensa: ¡Qué increíble mi mamá! ¿Cómo sabía que me iba a caer?
Su pensamiento toma lugar en una fracción de segundo, de tal modo que el niño no advierte que está pensando lo que piensa. Tampoco sabe que su madre no sabía que él se iba a caer, sino que provocó su caída. Su madre tampoco lo sabe. Ella cree que posee una habilidad especial para detectar el momento en que algo malo le está por ocurrir a su hijo, y el motivo. Pero no es así. Ambos se equivocan.
Lo que la madre hace, inconscientemente, es programar la caída del niño. Diciéndole repetidamente que si "corre" se "caerá", no hace más que programar en la mente del niño, la acción y su consecuencia, de tal modo que, si el programa está bien hecho, resulta convincente y es receptado (aunque sea a nivel inconsciente) por el hijo, el niño tropezará y caerá ineludiblemente. Es más, el programa tiende a quedar grabado en la mente del niño de tal manera, que es posible que le quede una fuerte tendencia a "caer" cada vez que "corra".
Muchos años después, un día, durante sus acostumbradas horas en que practicaba meditación empezó a percibir los mismos síntomas que año tras año le habían revelado siendo niño, que empezaba a enfermar. Pero esta vez se encontraba meditando dentro del recinto del centro de meditación, y estaban en primavera. El ya joven adolescente sabía que estas cosas podían suceder durante su práctica, la que llevaba largos años realizando. Esto le permitió mantener la serenidad, continuar meditando y observar.
El joven se mantenía sentado sobre el piso de madera, cruzado de piernas, sus brazos a los costados, el torso erguido, pero su rostro enrojecía considerablemente. Gruesas gotas de sudor recorrían su cuerpo desde la rasurada calvicie de su cabeza, mientras toda su piel brillaba empapada. Pero el joven esperaba tranquilo, sabiendo que la Madre Naturaleza haría contacto con él antes que desvaneciera.
La energía del desacomodamiento flotaba inquieta en el recinto provocando la turbulencia adecuada en el círculo de influencia de los demás meditadores. El maestro percibía claramente las ondas de perturbación provenientes del campo magnético del joven. Todos permanecían con sus ojos estrictamente cerrados, lo que les permitía ver más claramente y mejor. Sin necesidad de tímpanos, el silencio se escuchaba nítidamente. El joven comenzó a escuchar desde lo lejos pero con absoluta claridad, la voz de la madre, muerta hacía siete años:
"Hijo, hace mucho frío, ponte la bufanda que te he tejido, o enfermarás".
Una y otra vez el joven meditador debió escuchar la voz de la madre repitiendo las mismas palabras. Una y otra vez las escuchó complaciente, hasta que la voz fue desvaneciéndose en el silencio. Sus compañeros de meditación sintieron la desconexión oportuna de dicha energía. El maestro guiaba el acontecimiento desde su inmensa quietud interior, con la seguridad que otorga saberse parte de la unidad del todo.
El joven meditador, al llegar a su cabaña apostada en la cima de la colina, la misma donde había nacido, pero ahora habitada por él, su compañera y su hijo, sintió el intenso calor proveniente de los leños de la chimenea encendida y el que también le llegaba de su esposa y su pequeño hijo, los que apuraron el paso para ir a su encuentro y abrazarlo. Una vez en su habitación, tomó la legendaria bufanda tejida por su madre, besó su gruesa lana y se la entregó a su mujer.
A la mañana siguiente, una de las más frías de ese año, temprano, luego de ofrecer un suculento y nutritivo desayuno a su hijo, extendiendo sus brazos hacia él, la joven madre le ofreció: "Hijo, si quieres puedes ponerte la bufanda que la abuela tejió a tu padre."
El hijo, en esa oportunidad, la tomó entusiasmado y envolvió su cuello con ella. No siempre que hizo frío la llevó. Pero de todas maneras, por no llevarla nunca enfermó.
A veces, el sólo concientizar esta situación, descubriendo que la enfermedad proviene de un programa involuntario realizado por otra persona y ajeno a nuestra propia voluntad, resulta suficiente para razonar y entender que la enfermedad no proviene de nuestra actitud y entonces caerá automáticamente la relación causa-efecto grabada en nuestra mente y nunca más enfermaremos por dicha causa. Otras veces, esto no resulta suficiente. Existen métodos de meditación, control de la mente y otros que podrán ayudarnos a borrar por completo y para siempre tal programa y grabar otro de nuestra apetencia que nos impida enfermar por aparentes situaciones que parecieran causar la enfermedad.
Rudy Spillman
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