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Esperamos que encontréis aquí respuestas a algunas de vuestras inquietudes y también un momento de esparcimiento, acompañados de la mejor literatura.

viernes, 2 de mayo de 2008

1894

Nunca había escrito un relato en el blog, así que me lanzo con este. Lo escribí después de leer La Máquina del Tiempo, de H.G. Wells. Se notará en la ambientación y en la forma de narrar. Espero que os guste, y espero crítica. Corregidme, por favor, si véis que algo no va bien.


Estaba totalmente seguro de haberlo logrado al fin. El mayor logro de la historia estaba en mis manos. Pero no podía evitar sentirme aterrado ante la simple idea de lo que debía hacer.
Sin embargo, tras repasar todos los cálculos y variables que invadían el laboratorio, logré armarme de toda la confianza y de todo el valor que pude hallar en mi interior para subirme al artefacto. Verme ante los controles por primera vez me hizo pensar de nuevo, pero la emoción creció tanto en mi interior que acabó por tornarse imposible de rechazar. Así que lo hice, Dios me perdone, pero lo hice…
El miedo que segundos antes, años antes, me invadiera desapareció por completo al ver el éxito del experimento. Había programado un viaje a 50 años en el futuro, a 1944; ¡y lo había logrado!
Espacialmente, no sabía exactamente dónde me hallaba, pues la máquina debía ser aún perfeccionada en este sentido. Pero eso era lo de menos, ya que sí sabía cómo volver al punto de retorno. El viaje en el tiempo era lo que en realidad me importaba, y ya era un hecho.
Despacio, me bajé del artefacto, más aturdido quizá por el impacto del logro alcanzado que por el viaje en sí. Miré en torno y no pude evitar sonreír y sentirme fascinado por cada centímetro cuadrado de aquella extraña y futura estancia. Era increíble y, aunque hoy he aprendido el funcionamiento y manejo de todos los artefactos que allí encontré, recuerdo perfectamente la fascinación que en aquel momento sentí. Sobre todo, en cuanto a la radio. ¡Nunca hubiera logrado, por mí mismo, descubrir cómo funcionaba tan increíble invento!
Y, de repente, sucedió. El dueño de la casa me oyó y apareció, pues se hallaba en la habitación contigua. Entró, y se limitó a mirarme y sonreír. Ni siquiera se vio sorprendido por la aparición de tamaño artefacto en el centro de su cocina.
-Hola, William -se limitó a decir. Irónicamente, el único sorprendido de los dos ahora era yo. El hombre del futuro, al parecer, ya me conocía.
-¿Cómo sabe mi nombre? -balbucí- ¿Quién…?
-Siempre lo he sabido, William. Llevo toda mi vida esperando por usted y, al fin, le conozco.

Mi sorpresa fue en aumento. Todo aquello era de lo más extraño. Por unos segundos creí haber fracasado en mi viaje y estar soñando alguna extraña pesadilla. El hombre del futuro se acercó a una estantería, cogió uno de los tomos de su enciclopedia, lo abrió por una página previamente marcada y me lo mostró. Cogí el libro en mis manos y lo ojeé. Había sido claramente más utilizado que el resto de los tomos y las páginas que me mostró estaban llenas de apuntes y notas hechas por él. En un principio, no fui capaz de comprender qué pretendía mostrarme pero, tras unos minutos, lo comprendí.
-¿Ve usted lo que dice, William? Espero que el inglés de 1894 no fuese muy diferente a este.
-No -murmuré al fin-, no. Lo comprendo. Pero, ¿qué significa? ¿Este soy yo? -señalé, temblando, a una fotografía que no recordaba.
-Efectivamente, William -dijo riendo de nuevo. Parecía muy emocionado de verme. Entonces señaló a otra fotografía en la que yo aún no había reparado-. Pero mire esta, mírela.
En esta otra también aparecía yo, esta vez de pie junto al artefacto, en 1894.
-Sí, William, sí -dijo-. Ya lo entenderá-. Y entonces, perdí el conocimiento.


*****


Recuerdo que me despertó un timbre muy fuerte. No paraba de sonar y me taladraba profundamente la cabeza. En un principio, creí haberme desmayado por mí mismo pero, tratando de encontrar al hombre del futuro para que me ayudase, me di cuenta de que había desaparecido. Tan sólo hallé el libro que estábamos ojeando y el garrote con el que, evidentemente, me había golpeado. Me levanté de un salto y, con horror, comprobé además que el artefacto también había desaparecido. Me invadió una fuerte sensación de náusea agravada por el incesante timbre. Decidí que lo primero que debía hacer era tratar de apagarlo, así que me dirigí a su fuente. Comprobé que sonaba porque había alguien llamando a la puerta. Al abrir, un sorprendido mensajero me tendió una carta muy gastada, diciendo:
-Siento haberle molestado, señor, pero recibimos órdenes expresas de entregar así esta carta. Es increíble, pero ha resultado tal como las instrucciones indicaban.
-¿A qué se refiere?
-Verá, señor. En 1909, se entregó esta carta a la compañía con órdenes expresas del testamento de William Parkhill, inventor de la máquina del tiempo.
-¡William Parkhill! -exclamé. La cabeza me dio un vuelco, todavía dolorida. Tuve que apoyarme contra la pared.
-¿Se encuentra bien, señor? Parece mareado.
-No, tranquilo -le dije-. Continúe…
-El testamento de Parkhill decía que esta carta debía ser entregada en esta dirección hoy a las 17 horas. Y se hacía especial hincapié a que el mensajero insistiera hasta que la carta fuese recogida por el inquilino. Parecía una tontería, señor, pero así ha sido.
Recogí la carta y le cerré la puerta al pobre muchacho sin decir más.
Volví corriendo a donde se hallaba, mal caído, el libro. En él se mostraba la biografía del inventor del artefacto: William Parkhill. Pero, extrañamente, esa era ya la única coincidencia conmigo, el nombre. En la fotografía, el hombre del futuro. Y su biografía, la mía hasta 1894. Después me era totalmente ajena. Concluía diciendo que se había vuelto un hombre extraño y excéntrico hasta que, efectivamente, murió en 1909.
Volví a fijarme en la carta. Estaba dirigida al inquilino de la casa. La abrí con cuidado para tratar de obtener más detalles y me encontré de nuevo con el hombre del futuro:


Londres, 24 de agosto de 1909


Estimado William:
Después de lo que acabas de pasar, entiendo que te encuentres totalmente desconcertado y, seguramente, airado. Pero trataré de explicártelo de la manera más sencilla.
Ante todo, siento mucho haber tenido que golpearte la cabeza y huir tan pronto, sin explicarte todo esto en persona. No es precisamente el modo de actuar de un caballero, pero ha sido preciso, por nuestra propia seguridad.
Créeme, cuando te digo, que todo esto ha sido resultado de una amplia planificación que me llevó años, dolor, lágrimas y multitud de noches en vela a lo largo de mi vida en anterior. Y créeme, por favor, cuando te digo que he tratado de hacer esto causándote el menor daño posible. Todo lo que he hecho, como te digo, ha resultado ser la mejor solución para los dos después de haberlo meditado profundamente. Sólo siento no haber podido contar con tu opinión para llevarlo a cabo. Primeramente, no creo que hubiese sido capaz de explicártelo. Y, sinceramente, no me pareció conveniente tratarlo contigo si corríamos el riesgo de provocar una paradoja.

Mi nombre, como ya te he dicho, es William Parkhill. Sí, es cierto. Me llamo igual que tú. Y es algo que aún hoy, en mi último día de vida, no alcanzo a comprender. Espero sinceramente que tú logres descifrar tu parte del enigma como yo logré solucionar la mía.
Y no fue sólo mi nombre, William. Mi vida, toda mi vida, se iba desarrollando paralela a la tuya. A los cuatro años rompiste una pierna patinando, lo sé; yo también. A los seis perdiste a tu padre, lo sé; yo también. Fíjate en el libro y te darás cuenta como yo me di cuenta. Mi vida corría de algún modo paralela a la tuya. Y fue a los seis años cuando me percaté de ello. Me pasé media vida tratando de evitar que me sucediera todo como a ti, estudiando tu vida, estudiando tus pasos para evitarte, pero resultó totalmente inútil. Cuanto más lo evitaba, más me percataba de lo inútil que resultaba. Así que, al fin, comprendí lo que debía hacer. Mi misión era cumplir con esa historia. Esa historia ya escrita no era la tuya, no era tu vida; por eso no podía evadirla. Era la mía.
A partir de entonces me dejé llevar, hasta que aparecieses en mi vida. Esperé años, desesperando unos, y lleno de confianza otros pero, al fin, apareciste. Y al verte, no tuve dudas de lo que debía hacer: ocupar mi lugar. Y es lo que he hecho. Hice lo que debía hacer y ocupé mi sitio, hasta hoy. Hoy, 24 de agosto, moriré en un accidente para mañana, 25 de agosto, nacer de nuevo.

Ahora, amigo, a ti te toca coger el relevo. Sé que no es justo, pero es lo necesario. Yo ya he ocupado mi lugar y he vivido mis días. Ahora, te toca a ti buscar tu lugar, encontrar quién eres y, si es posible resolver este enigma.
Confío en que, si esta carta llega a ti, te sirva, aunado al testimonio de la compañía de correos, para sacar a la luz esta trama. Espero que lo hagas y que puedas recuperar tu vida. Ahora que yo ya no estoy podrás cambiar los libros de historia. El mundo debe saber que tú eres el verdadero inventor de la máquina del tiempo y, así reparar el daño que te he hecho durante los últimos cincuenta años.



Siempre tuyo,
William Parkhill


Los recuerdos de aquel día se nublan en este punto. No sé exactamente qué me sucedió. Puede que me desmayase de nuevo, esta vez sí por mí mismo, o puede que mi mente haya neutralizado por completo el dolor que en aquel momento sentí. No lo sé.
Después, sólo recuerdo, unos minutos después, estar vagando por la casa, aturdido, sin sentido, sin pensar en nada. Me acerqué a la estantería en la que se encontraba la enciclopedia. Vi que se hallaba repleta de libros de ciencia, de viajes y de fotografías. Cogí uno de estos últimos. Me centré en una en particular. Se veía una preciosa casita, extrañamente familiar, ante la que sonreía una gran familia feliz. Los miré uno a uno. Todas sus caras me sonaban, pero no recordaba haberlos conocido jamás. Tan sólo conocí a un hombre: aquel hombre era yo.

3 comentarios:

Juan Carlos dijo...

Hola Yosu,

Muy bueno el relato y la ambientación.

La máquina del tiempo y las paradojas temporales que sugiere, siempre me han parecido un tema excelente para una buena novela y la de H. G. Wells es hasta ahora la mejor del tema.

Me quedo con las ganas de leer más, creo que este relato podría ser la semilla para una historia más desarrollada. Anímate y continúala por capítulos, como hago yo con el Visitante. En mi tendrás un lector incondicional.

Un saludo,
Juan Carlos

Anónimo dijo...

Hola,

He leido tu relato y he de decir que es interesante. En mi opinión, escribir sobre este tema (máquina del tiempo, ir al pasado o al futuro etc)es bastante fácil pero lo más complejo es que sea original ya que se ha escrito muchísimo sobre este tema, sobretodo en la ciencia ficción. Felicidades por mi parte, has utilizado la idea de la paradoja pero lo has hecho suficientemente bien para que no se parezca a lo típico y habitual. En definitiva, que me ha gustado.

Por cierto, quizás sea yo, pero he notado que pones muchísimos puntos en tu relato y eso corta un poco el ritmo. Cuando yo empecé a escribir esto me pasaba mucho (mucho más que tu todo se ha de decir) y en este tema ahora me fijo bastante.
Otra cosa que me ha gustado es que te has molestado en que el texto tenga una estructura, no es sólo un montón de párrafos seguidos. A mi eso me suele gustar ya que és más dinámico y visual.

Menuda parrafada, espero que no te moleste todo esto. Cuando un relato me gusta lo critico tanto para lo bueno como para lo malo. Si algo no me gusta sólo hago un escueto mensaje del tipo "esta bien". jeje

Saludos y sigue así!

Diego Jurado dijo...

¿Por qué en los relatos de ciencia ficción que escribís, siempre los personajes son de ascendencia anglosajona? ¿No se puede crear ciencia ficción que pase en el mundo hispanoparlante?
Un saludo