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domingo, 2 de diciembre de 2007

LA INSATISFACCIÓN INSUFRIBLE

Hoy voy a publicar aquí, en abierto (utilizando un termino muy televisivo), la primera parte de un cuento corto, el último. Una especie de divertimento, que diría Mozart. Y el fin es, junto a que lo lea todo aquel que quiera, dejar de lado toda esta historia de plagios y despropósitos en la que nos hemos visto metidos y de la que, la única forma de salir que veo es escribir y publicar.
Espero no ser plagiado, y si lo soy, que sea por alguien lo suficientemente famoso como para que el cuento llegue a la mayor cantidad de personas posible, y con ello conocido y disfrutado (el cuento claro, no yo).
La insatisfacción insufrible. I

Hay cosas que en la vida son, y ya sólo por el solo hecho de ser deben vivirse, pero vivirse únicamente como son; de cualquier otra forma ya no serían, dejarían de ser, y por tanto jamás podrían ser vividas, lamentando con ello el hecho de no poderlas vivir.
Una frase, a veces, sólo una frase, te lleva fuera de lo querido, pero también de lo no querido. Aquella frase sin aparente trascendencia, o sí, le condujo donde quería, pero no como quería. Quizás porque no supo o quizás porque no pudo. Sin embargo, lo más probable es que fuese porque no quiso. Las razones, ahora, con el paso que el tiempo da, o el poso que la vida deja, tal vez sean fácil de explicar, pero en aquel momento él y solo él, sabía, aunque únicamente en su interior, muy en el interior de su yo, de su alma, cuáles eran.
“Me gustaba más cómo lo llevabas antes”. Una mirada de complicidad o tal vez de escepticismo negativo se dibujó en el rostro de ella, y no supo o no quiso decidir. Y un ligero rubor.
Amelia era una de esas mujeres que hacían volver la mirada. Desde el primer día que la vio le recordó el rostro y la apostura de aquellas putas venecianas del siglo diecisiete. El pelo rizado, pero no a la manera de las mujeres africanas. Su color más tendente al rojo que al castaño, recogido como en una especie de extraña cola de caballo, grande, ahuecada, permitiendo resaltar el óvalo perfecto de su cara, hermosa hasta la exasperación. Atractiva como hacía años… más por el deseo que casi exigía, que por la frialdad de la belleza que promulgaba casi como un evangelio, o tal vez por ambas cosas. Un deseo atroz, como sólo ciertas mujeres son capaces de despertar en un hombre, le desazonaba el alma cada vez que se transfiguraba ante él. La piel clara, pecosa, donde unos ojos azules, casi grises, brillaban como las estrellas refulgentes del ocaso, atractivos y atrayentes, arrogantes y displicentes; y una boca, promesa de placeres únicamente percibidos o conocidos, pero nunca probados.
El juego de las miradas es destructor para el débil, porque impone el desasosiego interior a la razón como un hierro candente que expandiese el dolor por doquier. La imposición de su presencia, como un dardo clavado, le llevaba a la sumisión, al deseo incontrolado, a la melancolía sin límites, lo que le hundía en su interior haciéndole perder el sentido de la distancia, el sentido de la realidad, de la racionalidad, que le hacía no sentir, no saber.
En invierno, de noche, una cena en grupo. Esquinas opuestas. La visión de su cuerpo arropado como por un murmullo, por un vestido de gasa, negro. Los hombros descubiertos, el nacimiento del busto descubierto. La turgencia apenas entrevista de sus pechos, promesa de una perfección cruel. De nuevo el deseo insatisfecho. Las formas de un cuerpo perfecto apenas envuelto por un tejido que lo moldea, que lo descubre más que cubre. El pelo, ahora suelto, libre pero discreta y aparentemente recogido. La discreción de una pintura no necesaria que realza e insinúa, que dibuja los rasgos de una cara soberbia, de ojos amenazadores por el poder que se sabe imponen, de unos labios sugerentes, presagio de una boca infinita, de una lengua cálida y suave.
Descolocados en la diagonal del espacio, del tiempo y del pensamiento.
¿Llevas tabaco? Es BN. Le hizo un gesto como de asco, pero mostrando con una media sonrisa, o intentándolo, que lo importante no era el tabaco si no la necesidad. Le lanzó un cigarrillo. Él lo golpeó repetidamente contra el mantel de color burdeos que cubría la mesa y le quitó la boquilla. Le pidió fuego a la mujer que se sentaba a su lado, con la que había mantenido un leve pero continuado juego de seducción durante toda la cena. Con ligereza, envolvió la llama ofrecida ahuecando las dos manos en torno a ella, rozando apenas las de su portadora e introduciendo el cigarrillo, suavemente, en aquel óvalo entreabierto, mientras elevaba la mirada hacia arriba, a los ojos de ella, que sonreía con deleite, oferente. Aspiró con fruición el humo y desvió la mirada hacia Amelia. Alzó sus ojos encendidos hacia ella, con timidez y con una cándida y temerosa esperanza, encontrándose con los suyos posados en él, en su acción, en los de él, en él. Sonrió. Él sonrió y fue correspondido. Un ligero escalofrío le recorrió el cuerpo, y el rubor, potenciado por el vino, le cubrió el rostro.
Diego Jurado Lara

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