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martes, 25 de diciembre de 2007

Alma Mística (primera entrega)

Los habitantes de Cuevita fueron sorprendidos por un grito de terror, y asesinos despiadados, entraron en combate, consiguiendo la victoria, porque se enfrentaban a un pueblo inocente y desarmado. Desde ese instante, los criminales se alimentaron de sangre, como sombras de antropófagos en las llanuras de la era prehistórica; y principió esa orgía del sable, enloqueciéndolos como a los salvajes la danza sagrada en torno de la hoguera.
Un pueblo humilde y de rodillas, entregado al culto obligatorio de unos monstruos sin rivales, sufría la tortura y la maldad de la ignorancia en aquella contienda desigual.
Autómatas del crimen; corazones de verdugos; almas de asesinos; manos estranguladoras, cegaron la vida de muchos hombres honrados, de mujeres que eran modelos insospechables, de almas ingenuas. ¡El odio político era pavoroso!
Céar huyó de Cuevita por entre los matorrales estrechos y retorcidos, sin turbar con sus sollozos desaforados la respiración del cielo estrellado ni el sueño profundo de las aves. El crepúsculo del amanecer teñía los bordes del embudo que los manglares formaban alrededor de la aldea regada por el mar salado y limitada por sus hermosas playas. Medio en la realidad, medio en el sueño, corría por las faldas de la montañas, perseguido por los asesinos; corría sin rumbo fijo, despavorido, con la boca abierta, la lengua afuera, la respiración acezante. A sus costados y destrozando con el pecho, pasaban árboles y árboles, bosque y bosques…de repente se paraba con las manos sobre la cara defendiéndose de la espesa llanura inofensiva. En los confines de la serranía, en donde el bosque es menos denso, se desplomó en un montón de hojarascas y se quedó dormido.
Atardeció. Cielo verde, campo verde, hora en que se oían los cánticos de las aves y resabios de la naturaleza.
Los horizontes recogían sus cabecitas en el ocaso, las luces de los cocuyos apuñaleaban en la sombra, y el gran luchador contra el fantasma de la violencia que sentía encima, y con el dolor en una pierna ulcerada por el monte, despertó por un instante y se quedó nuevamente dormido entre plantas silvestres que convertían al bosque en un lindísimo paisaje.
Junto a un riachuelo de agua dulce y cristalina, el cerebro del joven agigantaba tempestades en el pequeño universo de su cabeza. Las uñas aceradas de la fiebre le aserraban la frente; disociación de ideas; elasticidad del mundo en los espejos; desproporción fantástica; huracán delirante; fuga vertiginosa; horizontal, vertical, oblicua, recién nacidas y muertas en espiral.
La luna entre las nubes esponjadas lucía claramente. Sobre las hojas húmedas, su blancura se tornaba lustre con tonalidad de porcelana. Apareció el crepúsculo, le subió la fiebre, sin recobrar el conocimiento y, como delirando, sintió el atropello de la muerte injusta. Siguió a grandes saltos de un volcán a otro, de nube en nube, de astro en astro, de cielo en cielo, medio despierto medio dormido, buscando llegar hasta el fin del universo. Toma un tren volador para alejarse velozmente del infierno, más allá del fuerte asesino; perseguido por los verdugos corrió hacia un cañal, pero en llegando…!madre!, un grito…, un salto…, un hombre…, la noche…, la chusma…, la muerte…, la sangre…, la fuga…, Céar… ¡agua para mi amor!
El dolor de la pierna lo despertó, dentro de los huesos sentía un laberinto de dolor. Sus pupilas se entristecieron a la luz del día. Dormidas enredaderas adornadas de lindas flores invitaban a reposar bajo su sombra, frente a la frescura de una fuente que movía la cola espumosa como si entre musgos y helechos se ocultara algún cisne distraído.
¡Nada-nadie!
Céar se hundió de nuevo en la noche de sus ojos, a luchar con su dolor, a buscar postura para la pierna ulcerada y a detenerse con las manos el labio desgarrado.
Reflejos moribundos de la tarde formaban un crepúsculo doliente. Entre relámpagos huían las sombras de los tábanos convertidas en mariposas misteriosas.
El firmamento parecía un encanto, iluminado, opulento, como un manto de nácar; y la tarde vibraba toda como un arpa mágica, con un tono sonoro, producto de las ondas brillantes y cristalinas del mar.
Una luz vaga descendía del cielo; el abismo del horizonte se hacía denso, y en el aire calmado el sol emitía rayos muy blancos de espléndidos fulgores.

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