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sábado, 10 de abril de 2010

CALABAZAS de Miguel Alvarez Torinos

 

calabaza

Mario contaba veinte años de edad. La chica a la que idolatraba, veintiuno. Mario, que era moreno, tenía un aspecto desaliñado: era feo, muy alto y muy delgado, tenía el pelo corto y despeinado y solía vestir con ropa desgastada. Mientras que la apariencia de Gisela era inmejorable: era muy guapa, no estaba delgada ni gruesa, era de estatura más normal y de piel tostada gracias a las horas que se pasaba tomando el sol en la azotea del edificio donde residía.
Mario era excéntrico, y en el barrio algunos le llamaban El tío Camuñas.
El barrio estaba apartado de la ciudad, más allá de la autopista. Se llegaba a él atravesando un puente que había sobre la vía rápida. El puente tenía dos carriles para los vehículos –uno para los que iban y otro para los que venían- y una acera para los peatones. El barrio era muy pequeño. Lo formaban tres bloques de pisos, un colegio y un parque.
Los bloques eran muy altos, de ladrillos rojizos, teniendo cada uno de ellos trece plantas y una azotea en la que algunos vecinos tendían la ropa. Mario vivía, mirando desde el puente, en el bloque de la izquierda y Gisela en el del medio.
El colegio era pequeño. A él sólo acudían los niños hasta primaria. Cuando se hacían mayores, debían ir a clase en un instituto del barrio más cercano o del que quisieran. El colegio era cuadrado y tenía dos plantas. También tenía un patio gris con dos porterías y dos canastas.
El parque era grande, y estaba entre los tres bloques y el colegio. Tenía una zona de césped, otra de tierra y una de juegos infantiles, con toboganes y columpios, entre otros. En todo el parque había muchos árboles.
Mario siempre intentaba ligar con Gisela. Esto venía ocurriendo ya desde niños, en el colegio, pero ella nunca le había hecho caso. Últimamente, cada vez que Mario le hablaba cuando se la encontraba por la calle, ella giraba la cabeza indignada y miraba para otro lado. Su indignación venía por la manía que tenía él de espiarla de azotea a azotea cuando ella tomaba el sol en la de su edificio. Mario pasaba muchos ratos en la del suyo porque allí tenía un huerto. En éste había de todo: tomates, lechugas, alcachofas, ajos, patatas…, todo en macetas muy grandes y con tierra negra. Abajo, en su piso, en el que vivía con su padre, tenía, además, ocho gallinas negras enjauladas y una cabra que había robado a unos gitanos. El padre, avergonzado, se pasaba el día fuera de casa y del barrio, y sólo regresaba por la noche a dormir.
Por las noches, antes de cenar, Mario sacaba las gallinas y la cabra al parque atadas con cordeles. Las gentes que habían sacado sus perros a orinar y defecar tenían que volver a sus hogares ante la bravura de los canes con los alados domésticos.
Una noche coincidió esta escena con el paso de Gisela por allí, muy arreglada y seguramente con destino a una agradable velada en bares y copas del centro de la ciudad. Y habló con Mario, cosa que no había hecho desde hacía mucho tiempo. Le dijo que le parecía patético todo lo que realizaba. Él, ni corto ni perezoso, como si no se diera cuenta de nada, le preguntó si quería ser su novia. Evidentemente, Gisela le dio calabazas.
En un primer momento, Mario no supo qué hacer con ellas, porque ni le gustaba comerlas –por eso no las cultivaba en su huerto- ni celebraba Halloween. Luego pensó que de momento se las guardaba en casa.
A la noche siguiente, otra vez antes de la cena, de nuevo Mario con las gallinas y la cabra y los vecinos yéndose para sus hogares con sus perros. Y otra vez apareció por allí Gisela, de nuevo camino de una velada agradable. Ella cogió y le preguntó por qué narices sacaba todos los días las gallinas y la cabra al parque. Él le contestó que lo hacía para que a la cabra le diera el aire y para que las gallinas picotearan los lugares en los que habían orinado los canes. Al hacer esto, aseguraba, sus gallinas pondrían, con el paso del tiempo, huevos de oro, al ser la orina de color amarillo, como ese metal.
Aprovechó, una vez más, para proponerle noviazgo. Ella le volvió a dar calabazas. Mario ya tenía unas cuantas más.
A la mañana siguiente se cruzaron en la calle. Él volvió a intentarlo.
- No le pidas peras al olmo –le dijo Gisela.
Mario marchó corriendo para la azotea -dejando antes en casa las nuevas calabazas- y cogió una maceta grande en la que tenía plantado un olmo –que aún era muy pequeñito, como una planta cualquiera- y la tiró a la calle, desde allí mismo, con tan mala suerte que fue a parar a la cabeza de Gisela. Por fortuna y sorprendentemente no le ocurrió nada, tan sólo le salió un chichón grande. Se cagó en Mario. Éste se quitó la mierda con unas sábanas blancas que había tendidas en la azotea y la usó luego como abono en el huerto.
Pasadas unas fechas, se encontraba Gisela tomando el sol en la azotea de su bloque y escuchó fuertes golpes que provenían de la de al lado. Era Mario, peleándose con una bolsa de tierra negra que había comprado para el huerto. Intentaba sacar la tierra a palazos, dándolos por un extremo, el cerrado, esperando que saliera por el otro, el que había abierto. Gisela le sugirió, a voces, que probara a abrir más la bolsa. Mario hizo caso y la tierra cayó sin problemas. Antes de que le pidiera, otra vez, noviazgo, Gisela le tiró unas cuantas calabazas, que volaron por el aire de azotea a azotea, y le gritó:
- ¡Más vale maña que fuerza! –y se tumbó a continuar tomando el sol.
Mario bajó al piso y en él preparó un pequeño equipaje. Dejó abundante comida y agua para la cabra y las gallinas. Salió a la calle, cruzó el puente sobre la autopista y se dirigió a la estación de autobuses, para desde allí poner rumbo a Aragón, en busca de la maña. Con ella suponía iba a llevar una existencia mejor.
En ventanilla pidió un billete para el primer autocar que saliera con destino a Calatayud, que había sido el primer lugar que le había venido a la mente pensando en las tierras aragonesas.
El señor de la ventanilla era un viejo vestido todo de verde, con su pantalón, su camisa y su chaqueta. Le dijo:
- Si vas a Calatayud, pregunta por la Manuela, que es nieta de la Dolores y es más puta que su abuela.
El viejo, tras contar el chiste, sonrió dejando ver, desde el otro lado del cristal, el único diente que tenía.
En Calatayud Mario preguntó por tascas, restaurantes y plazas por la Manuela. Nadie acertó a decirle dónde vivía. Fueron muchos quienes, riendo, le recomendaron un prostíbulo céntrico.
A él acudió y en él sació sus instintos más salvajes por primera vez en su vida. Fue con una ramera de baja estatura, pelo corto y teñido de rubio, tetas gordas y labios pintados de rojo. Tan bien lo hizo ella, que Mario pensó que era la maña que necesitaba. Consiguió convencerla para que se fuera a vivir con él y su padre, aunque éste apenas parase por casa. Allí estaría como una reina, sin tener que prostituirse para nadie, sólo para él.
Pasaron los días, estando Mario con su ramera por el barrio y sobre todo en la azotea, hasta que una mañana las gallinas pusieron, por fin, huevos de oro. Comenzó a reunir grandes cantidades de dinero, aunque sin saber qué hacer con esa riqueza.
A las pocas fechas se encontró a Gisela en la calle.
- Ya veo que te va muy bien.
- Sí, encontré una maña –dijo él, convencido.
Gisela le propuso una cita para esa misma tarde.
Llegó la hora y ella llamó al interfono de Mario. Éste bajó enseguida, y le dijo que ahora estaba con la maña y que le iba a resultar difícil dejarla. Gisela le dijo que no, que le iba ser muy fácil.
- Yo soy más guapa, eso lo sabes.
- Espera aquí un momento –dijo Mario-. Subo y bajo en un santiamén.
Al poco regresó con un carretillo cargado de calabazas, algunas de ellas podridas.
- Toma, te las devuelvo.

 

Autor: Miguel Alvarez Torinos

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