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miércoles, 3 de febrero de 2010

En la profundidad de la tierra

Es como subir la montaña, pero hacia abajo. Y hacia dentro.

Se oye el sonido de una gota que golpea contra el agua en algún lugar impreciso, alrededor, en cualquier sitio, en ningún sitio y en todos. Un sonido apenas audible, envolvente, apenas perceptible, sugerente, que abarca todo el espacio. Casi cristalino. Suave. Armónico. Total.

Solo se oye el silencio en la total oscuridad. Un silencio que abraza. Hay algo mágico. Tenebroso pero hermosamente mágico. Infinito. Tan infinito que abarca el absoluto, la nada, el todo. Eres sin ser. Nada en un vacío que sabes que está pero que no puedes asir, que supera todo lo imaginable. Giras la cabeza en cualquier dirección y nada se ve. El Hades debe ser, sin duda, así.

El casco, con la luz de gas ilumina un pequeño espacio por el que nos movemos con cuidado. El suelo es resbaladizo. Gires hacia donde gires la vista, las formas son caprichosas, como si alguien, un dios loco, se hubiese entretenido en crear sueños de una inmaterialidad exquisita. Formas creadas por las lágrimas de la tierra, de una tierra que llorase hacia dentro. Formas que se dibujan y desdibujan al compás del suave movimiento de la llama en un claroscuro fantasmagórico que se agranda con la sensación de ausencia, de vacío. El espacio y el tiempo detenidos por un momento en la retina para desaparecer al siguiente. El corazón acelerado por el esfuerzo y el poder de creación de belleza por parte de la naturaleza. El alma hambrienta de más. Deleite. Puro deleite. Exquisitez.

Andamos como a tientas, buscando el centro, el origen, el río que suena, en el interior. Una corriente, arriba, de aire, mueve las llamas creando dibujos etéreos que se diluyen en las paredes como espectros irredentos que saliesen a nuestro encuentro. Figuras revividas por nuestros deseos. Hay algo inmaterial, inmanente, ahí, para ser asido por el ojo, por la vista, por el alma.

El paso se estrecha. Casi no cabe el cuerpo. La gatera, húmeda, apenas deja pasar, y aun con mucho esfuerzo, metiendo primero los brazos e impulsándote con ellos, como a estertores, arrastrando el cuerpo, reptando, arañando la roca, raspándote contra ella. El esfuerzo es agotador. Todo es claustrofóbico. Nunca había tenido esa sensación tan agobiante. El jadeo por el esfuerzo es brutal. No hay espacio, apenas, entre la roca y el cuerpo. Dos metros que se hacen eternos. El dolor de brazos es intenso. Final. La sala es inmensa. La luz de las linternas no logra abarcar el espacio. La bóveda, alta, colosal, y un lago pequeño abajo. Estalactitas y estalacmitas por doquier, de todos los tamaños, banderas, coladas. Un derrumbe a la derecha. Dios tiene que vivir ahí, o el diablo.
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