Escritores Club forma parte del portal de literatura Escritores Libres y pretende convertirse en una propuesta cultural innovadora, capaz de ofrecer al lector la oportunidad única de conocer sus autores favoritos y dialogar con ellos directamente, sin intermediarios. Hemos reunido los mejores escritores independientes del panorama literario actual, dispuestos a ofrecernos su talento y sus valoraciones, no sólo sobre sus obras, sino sobre la literatura en general y el mundo que la rodea.

Esperamos que encontréis aquí respuestas a algunas de vuestras inquietudes y también un momento de esparcimiento, acompañados de la mejor literatura.

lunes, 20 de julio de 2009

María Sin Nombre

mama-y-bebe-con-sindrome-down

Aunque llevaba trabajando como enfermera en el hospital más de cinco años, nada me había preparado para lo que me esperaba en la sala de urgencias. Se trataba de una niña de no más de siete u ocho años, en cuyos rasgos se dibujaban las huellas del síndrome de Down. La pequeña miraba con ojos asustados a su alrededor, inconsciente del terrible estado de su cuerpo. La sangre corría sobre su rostro desde una herida punzante, que algún golpe brutal le había producido en pleno cráneo y en sus brazos se alternaban cortes profundos y crueles quemaduras. No pude evitar recordar como mi padre apagaba sus cigarrillos en mis brazos, como castigo por haber sacado algún suspenso, mientras mi madre apartaba la mirada.

Reprimiendo la angustia que sentía ante la saña y brutalidad con la que aquel pequeño cuerpo había sido maltratado, limpié sus heridas, hasta que la introdujeron en el quirófano, donde manos expertas se hicieron cargo de ella.

Al llegar a casa, no podía olvidar la mirada indefensa de aquella pobre niña, por lo que, a la mañana siguiente, lo primero que hice fue preguntar por la pequeña.

- ¡Pobrecilla! – exclamó la jefa de enfermería - ¿Te diste cuenta de que tenía Síndrome de Down?

- Claro– contesté impaciente –, pero ¿cómo está?

- Parece que se recuperará, aunque aún están haciéndole pruebas. Lo malo van a ser las secuelas; no recuerda nada y, en su condición, no parece fácil que recupere la memoria.

- ¿Y su familia?

- ¿Familia? ¿No has leído los periódicos? La encontraron en una cuneta de la carretera y nadie ha denunciado su desaparición. La policía cree que fue su propia familia la que la arrojó desde un coche en marcha.

- ¡Pero eso es monstruoso! – exclamé horrorizada.

- Sí, lo es – contestó la enfermera, bajando la mirada -. Algunas personas no aceptan tener hijos como ella y los apartan, tratándolos como animales o dejándoles morir.

Pasé el resto del día con el estómago revuelto y, esa misma tarde, pedí el traslado inmediato a cuidados intensivos. Sentía que mi deber era intentar ayudar a aquella pequeña.

Al día siguiente, pude, por fin, acudir a donde estaba ingresada la niña. La encontré mejor de lo que esperaba; aunque estaba conectada a una unidad de monitorización y lucía un aparatoso vendaje en la cabeza, no le habían puesto ventilación asistida. Un doctor estaba examinándola.

Al consultar el historial, me llamó la atención el texto que aparecía en la cabecera: “Sin Nombre”.

- ¿Y esto? – pregunté al doctor.

- Nadie sabe cómo se llama – repuso, levantando los hombros.

- Mi madre decía que todas las mujeres eran Marías – exclamé –, mientras con mi bolígrafo añadía delante: “María”.

Cuando el doctor abandonó la habitación, me acerque a la pequeña. Se había quedado profundamente dormida debido a la fuerte medicación. Observé su rostro tranquilo y me fijé en el moratón de una de sus mejillas. A mi mente acudió la imagen de mi madre abofeteándome el día en que, al cumplir los dieciocho años, le dije que me iba a vivir con Aitor.

Dos días después, encontré a María despierta. Sus ojos, azules y redondos, estaban llenos de la luz de la inocencia. Miraba a su alrededor con curiosidad y expectación y, nada más verme, me saludo con un tembloroso “hola”. Noté de inmediato como se estremecía al ver la bandeja en la que llevaba los útiles para hacerle un análisis de sangre.

- No te preocupes, cariño, no te voy a hacer ningún daño – le dije, acariciándole la mejilla.

Cuando acerqué la jeringuilla a su brazo, todo su cuerpo temblaba. Estuve a punto de tirar la maldita jeringa y estrecharla entre mis brazos, pero, al final, decidí realizar la extracción lo más suavemente que pudiera. Al terminar, le di un beso en la mejilla y ella me devolvió una sonrisa que me supo a gloria.

Más tarde, le llevé un pequeño geranio que tenía en mi casa medio abandonado.

- ¡Está chunga! – exclamó, al ver el estado raquítico de la planta.

- No se lo digas a nadie – le susurré al oído -, es que soy un desastre como jardinera.

Empezó a reírse, con esa sinceridad y entrega de la que sólo son capaces los niños, consiguiendo que mi trabajo en el hospital se llenase de luz y alegría.

Poco a poco, el estado de María fue estabilizándose; el fantasma de una posible infección empezaba a alejarse definitivamente. Aprovechando su mejoría, le llevé unos rotuladores y un cuaderno para que se entretuviera dibujando. Nada más verlo, comenzó a garabatear con torpeza sobre el papel.

- ¿Tu no dibujas? – me preguntó.

- Me pasa como con las plantas, no se me da bien – le mentí.

La verdad es que la pintura había sido el único desahogo de mi infancia y que, cuando me casé, intenté convertirlo en una actividad profesional. Sin embargo, todo se torció cuando Aitor perdió su empleo en la fábrica. Sólo le ofrecían trabajos a tiempo parcial y pequeñas obras, lo que fue amargando su carácter. Nuestras broncas eran continuas, hasta que una mañana volvió a casa borracho y con un nuevo finiquito bajo el brazo. Yo estaba pintando un desnudo masculino, y, cuando Aitor lo vio, se sintió ofendido. Arremetió contra mí golpeándome con saña. Aquel día le abandoné a él y a la pintura para siempre.

La mejoría de María continuó y dos días después dio sus primeros pasos por la habitación.

- ¿Tienes novio? – me preguntó, dejándome sorprendida.

- No – atiné a responderle.

- ¿Por qué? – insistió.

- No sé…- dudé - ¿Y a ti? ¿Te gusta algún chico? – bromeé.

- María no puede tener novio, María es fea – contestó, bajando la mirada.

- ¡Eso no es cierto! – repuse indignada - Eres la niña más bonita del mundo, cuando seas mayor tendrás novios a montones.

Su rostro se iluminó y, echándome sus manitas alrededor del cuello, me regaló el beso y el abrazo más sinceros que he recibido jamás. No pude evitar que algunas lágrimas resbalasen por mi mejilla.

Aquella fue la primera y la última vez que pude tenerla entre mis brazos. Al día siguiente, cuando me incorporé al turno de mañana, el doctor de guardia me estaba esperando.

- Ha ocurrido algo terrible – me dijo.

- ¿De qué estás hablando?

- Se trata de María – repuso - Anoche entró en coma.

- ¿Cómo es posible? – pregunté, intentando reprimir el nudo que se estaba formando en mi garganta – Ayer estaba perfectamente.

- Tenía un coágulo en el lóbulo frontal que no habíamos visto en el TAC. No hemos podido hacer nada, ha muerto hace una hora.

El doctor me dijo que me tomase el día libre y me fuese a casa. Pero, aunque el golpe fue tan duro que apenas era capaz de tenerme en pie, quise ir una última vez a la habitación de María.

Al entrar, creí por un instante que María me recibiría en la cama con su mirada de curiosidad y su sonrisa inocente, pero sólo un amasijo de sábanas me dio la bienvenida. En un rincón estaba el cuaderno que le había regalado. Fui hojeando sus primerizos en inseguros dibujos, hasta llegar a uno en el que había pintado a una niña con la cabeza envuelta en vendas junto a una enfermera y, en medio de las dos, un enorme corazón rojo. No pude reprimir más tiempo mis lágrimas y rompí a llorar con desesperación. Eran lágrimas de pena, sí, pero también de indignación y rabia, lágrimas reprimidas desde mucho antes de conocer a María.

Estaba a punto de irme, dejando todo atrás, cuando reparé en el pequeño geranio que le había regalado. El día anterior estaba mustio y raquítico, pero ahora estaba lleno de vida y repleto de pequeñas flores sonrosadas. Aún sin comprender muy bien por qué, aquello hizo que mis lágrimas se convirtieran en una pequeña sonrisa.

Esa misma tarde, desempolvé mi viejo estuche de pinturas al óleo y pinté un retrato de María, a cuyo lado puse su hermoso geranio en flor. Desde ese día, mi casa y mi vida se llenaron de una nueva luz. Puede que nunca llegue a saber quién era realmente mi pequeña María Sin Nombre, pero lo que sí sé, es que, en el poco tiempo que tuve el privilegio de conocerla, ella me ayudó a recordar quién era yo.

--------

Escrito por: Juan Carlos Boíza López

(Llevaba ya un tiempo sin escribir en el blog, así que espero que os guste)

1 comentario:

Miguel de Luis dijo...

Me gusta mucho. Es cierto que el final me supo a poco. El hecho de que la muerte se imponga silenciosamente a las acciones de los personajes, me lleva a pensar que quizás hubieras podido explorar más las reacciones de la protagonista, porque aquí parece vencer un destino descarnado.

Por todo lo demás muy bien, una historia fuerte, que engancha, llena de ternura y sensibilidad.

Sigue escribiendo