María tiene esa mirada, esa luz que brilla cuando la miras. Tienes unos ojos marrones preciosos, le digo. Una vez conocí a una mujer que tenía los ojos marrones, también, los ojos más bonitos que jamás he visto. Yo la miraba fijamente y cambiaban de color; tenían en ese momento todos los colores de la tierra.
Tiene el pelo, castaño, recogido en una cola que le descubre la cara. Tierna. La mirada inocente. El alma pura, en un mundo podrido. Me escucha, mientras me mira, a veces, con la mano izquierda escondida entre las piernas. Sus manos también me la recuerdan. El movimiento que hace con ellas es de una elegancia extraordinaria. Si te quedas observando te da la sensación de que está dibujando en el aire y de que tú eres uno de los colores que va a utilizar. Pero no se lo digo. Elegantes, suaves, delicadas. Ni grandes ni pequeñas, ni delgadas ni gruesas. Así es como siempre me han gustado las manos de una mujer.
Lleva una blusa blanca, casi transparente, de media manga, que deja ver sus brazos; de escote amplio, dejando ver la piel; el sujetador negro, de tirantes anchos. La blusa es de hilo, con un ligero fruncido en el cuello. Sencilla, pero tiene algo. Abrochada con botones de nácar que parten el busto y lo realza. El cuello largo, eterno, anunciando su cara, y en ella los ojos, marrones, que te miran a escondidas, ruborizada. Senos pequeños. Redondeados por el efecto del sujetador. Hermosos. Las piernas largas y bien formadas, vestidas con unos vaqueros que las ensalzan. La figura perfecta. Un cinturón ancho, de ante marrón, a juego con las botas que calza. Hay armonía. Y la mirada… Me gusta como se muerde, ligeramente, el labio inferior, de vez en cuando, y el cogerse la cola y moverla, cuando la miro, cuando le hablo, y el rubor de sus mejillas y la sonrisa nerviosa, aun cuando no me mira, porque sabe que la estoy mirando. Todo un prodigio. Todo un regalo. Y sin embargo no puedo. Ni quiero. Aprendí a declinar el verbo más bello. Me lo enseñó ella. En otros tiempos. Mi alma no es mudable, ni vendible. Tampoco los sentimientos. No puedo cambiarlos en mes y medio. Qué sabios eran los griegos; no te mataban, te exiliaban. Un mes, un año, tal vez una vida, pero no me vendo, ni mudo, ni miento, ni me miento. Y por ello sólo miro, hablo y sonrío, a esa mirada que me mira, a ese brillo de los ojos de María.
Tiene el pelo, castaño, recogido en una cola que le descubre la cara. Tierna. La mirada inocente. El alma pura, en un mundo podrido. Me escucha, mientras me mira, a veces, con la mano izquierda escondida entre las piernas. Sus manos también me la recuerdan. El movimiento que hace con ellas es de una elegancia extraordinaria. Si te quedas observando te da la sensación de que está dibujando en el aire y de que tú eres uno de los colores que va a utilizar. Pero no se lo digo. Elegantes, suaves, delicadas. Ni grandes ni pequeñas, ni delgadas ni gruesas. Así es como siempre me han gustado las manos de una mujer.
Lleva una blusa blanca, casi transparente, de media manga, que deja ver sus brazos; de escote amplio, dejando ver la piel; el sujetador negro, de tirantes anchos. La blusa es de hilo, con un ligero fruncido en el cuello. Sencilla, pero tiene algo. Abrochada con botones de nácar que parten el busto y lo realza. El cuello largo, eterno, anunciando su cara, y en ella los ojos, marrones, que te miran a escondidas, ruborizada. Senos pequeños. Redondeados por el efecto del sujetador. Hermosos. Las piernas largas y bien formadas, vestidas con unos vaqueros que las ensalzan. La figura perfecta. Un cinturón ancho, de ante marrón, a juego con las botas que calza. Hay armonía. Y la mirada… Me gusta como se muerde, ligeramente, el labio inferior, de vez en cuando, y el cogerse la cola y moverla, cuando la miro, cuando le hablo, y el rubor de sus mejillas y la sonrisa nerviosa, aun cuando no me mira, porque sabe que la estoy mirando. Todo un prodigio. Todo un regalo. Y sin embargo no puedo. Ni quiero. Aprendí a declinar el verbo más bello. Me lo enseñó ella. En otros tiempos. Mi alma no es mudable, ni vendible. Tampoco los sentimientos. No puedo cambiarlos en mes y medio. Qué sabios eran los griegos; no te mataban, te exiliaban. Un mes, un año, tal vez una vida, pero no me vendo, ni mudo, ni miento, ni me miento. Y por ello sólo miro, hablo y sonrío, a esa mirada que me mira, a ese brillo de los ojos de María.
Diego Jurado Lara
No hay comentarios:
Publicar un comentario