Escritores Club forma parte del portal de literatura Escritores Libres y pretende convertirse en una propuesta cultural innovadora, capaz de ofrecer al lector la oportunidad única de conocer sus autores favoritos y dialogar con ellos directamente, sin intermediarios. Hemos reunido los mejores escritores independientes del panorama literario actual, dispuestos a ofrecernos su talento y sus valoraciones, no sólo sobre sus obras, sino sobre la literatura en general y el mundo que la rodea.

Esperamos que encontréis aquí respuestas a algunas de vuestras inquietudes y también un momento de esparcimiento, acompañados de la mejor literatura.

martes, 17 de febrero de 2009

El concierto de órgano

El organista llegó en silencio, como si profanara un lugar sagrado con sus pasos. La Catedral estaba abarrotada, y algunas pantallas permitían ver a los que estaban lejos. El instrumento, estático y solemne, esperaba las manos que debían romper el encantamiento. Era un concierto para muchas personas, pero no por ello menos íntimo. Se ofrecía en honor a todos los transplantados y a los profesionales sanitarios. José Enrique Ayarra estuvo muy enfermo del riñón y un transplante le salvó la vida. Conversaciones aisladas llenaban el vacío compartido, las horas de dolor y sufrimiento que muchos estarían reviviendo. Pero también la alegría de saberse vivos y poder disfrutar de todos esos detalles que habían estado a punto de perderse.

La primera pieza, Tocatta y Fuga en Re menor de Bach, fue solemne pero alejada. No pude sumergirme en la música tal vez por la fuerte presencia de su hermano Javier, a quien más profundamente dedicaba el concierto. Su hermano menor, muerto en accidente de tráfico. Su hermano, del que había recibido el riñón que necesitaba y que en algún momento le pudo haber parecido demasiado para sí mismo. Su hermano, al que había administrado la Extrema Unción porque ya nada más se podía hacer por él. Todo eso pesaba más en el ambiente que en la música, en las hábiles manos del organista que en las notas imponentes.

Yo imaginaba al hermano, a Javier, en sus primeros años, jugando con sus cosas, corriendo de un lado para otro. A José Enrique, como hermano mayor, lo veía cuidando de Javier, vigilando en todo momento que no se hiciera daño, que no se fuera a caer del árbol o que se saltara un ojo con ese palo. No es difícil hacerse con la escena, verlos jugar a los dos hasta que la noche caía y los reclamaban para cenar en casa. Nada cuesta sentir el amor y el cariño que se tendrían esos dos hermanos. Pero no fui capaz de atisbar, siquiera levemente, el horror de José Enrique sabiendo que su hermano había muerto. Y casi al instante, sin tiempo para recobrarse, recibir la noticia de ese riñón... que trágicamente venía de Javier.

No entendía cómo ese hombre era capaz de estar allí sentado, con todo el peso de las miradas, con el recuerdo vivo de su hermano, tocando piezas tan complejas (el Preludio en Do Menor de Rachmaninov, por ejemplo, inconcebible fuera del sonido limpio y pausado del piano). Es, sin duda, la música que él ama, pero una fortaleza especial brotaba de su interior para mantenerlo en pie, para deleitarnos con esas sublimes conversaciones musicales. La música como refugio, pensé. Una fortaleza armada de complejas armonías que sólo algunos pueden comprender, y muchos menos, interpretar. En el vertiginoso movimiento de sus dedos y sus pies había algo de evasión, de fuga. No por escapar de la vida o de la muerte, sino de sus recuerdos más felices. En las noches de soledad, ese hombre sólo habría tenido el consuelo de Dios y de los músicos a los que veneraba. Tocando escapaba, es cierto, pero también se recogía en lo que aún le quedaba, que no es poco.

Entonces surgió el sonido inmortal de la Marcha Fúnebre de Félix Alexandre Guilmant. Creo que habían mencionado que esa obra era muy del gusto de Javier, quien alguna vez le pidió a su hermano que se la interpretara. Cerré los ojos. Me sentí en otra parte, trasladado de aquel lugar. Las notas pesaban más que nunca, pero también eran más plásticas. Podía verlas, tocarlas y sentirlas en toda su magnitud. Supe que esa canción, por encima de todas las demás, estaba dedicada a Javier. Las manos, que no veía, se estarían moviendo con desgarro, casi torpemente si no fuera por los arduos años de experiencia. Me vi con mucha más edad, ya en la senectud, rodeado de gente querida y de algunos a los que aún no conozco. Yo me estaba yendo sin estar del todo convencido, acaso porque me moría. Todos estaban serenos, todos lo aceptaban, y yo ya no tenía fuerzas para enfrentarme a mi destino. Todo debía acabar, supuse. En el lugar que me esperaba, si es que había alguno, estaría yo solo. Extrañaría a todo el mundo, no podría hablar con nadie. Me senté en una piedra que asomaba en el camino de tierra. Ya los había dejado atrás. Pensé en mi hermano, menor que yo. Pensé que todos nuestros juegos se estaban perdiendo en la memoria, y que ya no volveríamos a saludarnos con un insulto fingido tras el que se ocultaba un cariño infinito. Pensé en nuestra camaradería insuperable y vi, más que nunca, todas y cada una de sus virtudes, que lo hacían un hombre admirable. Recordé todos nuestros momentos juntos, nuestros secretos, nuestras palabras cifradas. Recordé lo que nos unía y lo que nos había separado brevemente. Me lamenté por no haber hecho todo lo que, por pereza o desidia, acabamos dejando de lado. Recordé el día que estuvimos a punto de perderlo. Todas esas cosas, y muchas otras, me conmovieron en el profundo silencio de aquella música. Yo volvería a ver a mi hermano, pero José Enrique estaba tocando para la memoria del suyo. Cuando se acallaron las notas vi a un hombre, sentado en primera fila, cuyo rostro reflejaba toda la paz que residía en la Marcha Fúnebre. No sonreía, pero daba la impresión de estar haciéndolo. Supuse que se trataba de un paciente transplantado que había logrado entender al organista mejor que los demás.

Siguió la música, y en ningún momento dejé de pensar en Javier. Era un hombre joven. Demasiado joven. Paradójicamente, fue uno de los médicos que intervino a mi hermano cuando estuvo al borde de la muerte. Es una de esas horribles casualidades de la vida que nadie puede intentar comprender. Su generosidad, que avergüenza a los egoístas como yo, no se abarca con palabras pero, quizá, sí con la música hondamente humana y viva de su hermano. Alguna vez, seguramente, discutirían, y al tiempo volverían a hablarse como si nada. Así es como esperaban haberlo hecho hasta que los dos estuvieran arrugados como pasas. El que se va y el que se queda. El que recuerda y el que ya es recuerdo vivo. Como la vida, el concierto estaba terminando. El Aleluya de Haendel lo inundaba todo con su mensaje pletórico. Entonces creí ver al hombre del rostro en calma sentado en el coro, en un rincón alejado; su sitio estaba ahora vacío. Los aplausos finales pusieron al público en pie, agradecido y admirado por la valía de ese hombre que había desnundado su alma herida ante todos nosotros. El personaje misterioso estaba apartado, aplaudiendo con emoción. Se diría que miraba al organista con orgullo. Me pregunté quién sería para poder estar tan cerca del maestro. Mientras José Enrique saludaba al público, el hombre se alejaba por el fondo sin dejar de aplaudir ni de mirar al organista. Se detuvo un momento, como el que sabe que todo está hecho, que no cabe añadir nada más, y antes de perderse entre la multitud, se acercó a José Enrique y le dijo algo al oído. El organista no dijo nada, no hizo falta que dijera nada: sus ojos, colmados de felicidad, justificaban el concierto. Traté de seguirlo con la vista pero fue inútil. Todos nos fuimos, creo, mudos y con el corazón encogido bajo las altísimas bóvedas de la Catedral. Cuando ya no quedara nadie y se cerraran las puertas y la noche entrara lentamente para descansar entre las piedras, los ecos del concierto sonarían aún con sentimiento.

Al día siguiente, mientras desayunaba en el bar del trabajo, vi en una página interior de algún periódico, una fotografía de José Enrique con su hermano Javier. Me sentí ínfimo y aliviado cuando comprobé que su rostro era el del hombre en calma, el hombre que se iba.


Enlaces relacionados

No hay comentarios: