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miércoles, 14 de enero de 2009

Glinnila

(2)
... “Toda mujer es Salomón en el amor: el don de sabiduría le es innato”.
Glinnila comprendió bien que la tarea de la conquista de este ingenuo, de esa seducción al revés, le estaba encomendada y perfumó el camino.
Una de aquellas tardes en que hacían deporte en el Colegio Instituto Litoral Pacífico de Nuquí, manifestó deseo de pasear a orillas del mar.
¡Oh, mar tan lindo, romántico y sublime!
¡Oh, playas en declives tan hermosas! Embargados de una tranquilidad insospechable.
Era una tarde serena, turbadora como una decoración de sueño, una calma profunda, como adormecida, una quietud protectora y cómplice, en la atmósfera saturada de perfumes extraños.
Ella, apoyada suavemente en mi brazo, hablaba con una voz dulce, confidencial y acariciadora, que me producía, como un éxtasis en el corazón, como la desfloración misteriosa de un beso, y me envolvía en largas miradas hipnotizadoras, que me erizaban la piel y despertaba en mí todo el fuego de un deseo ardiente y apasionado, estremecido al contacto de algo intenso que fluía de aquel cuerpo de mujer.
La calma de la tarde que se aproximaba nos cubría, y ella continuaba envolviéndome en la llama salvaje de sus ojos, en las lenguas de fuego de sus frases incensadas.
Yo temblaba perplejo y asustado por encontrarme al lado de esa estatua escultural, símbolo de la belleza y del amor. Y el hecho inexorable se cumplió: jugamos a la comedia del amor.
Los paseos eran melancólicos entre la música del agua y de las olas, que parecían unirse para cantar un himno de amor a la extraña joven que llegaba. El brillante verde mar de los arbustos se hacía reverente a nuestro paso, adornando su cabeza pensativa.
Ella era feliz en aquella sensación que parecía disolver su alma en el alma de la naturaleza.
En la inexpresable delicia, una tarde en que nos alejamos sin pensarlo, nos internamos por un laberinto de arbustos, en donde una fuente de agua cristalina se deslizaba lentamente bordeando unas matas de azucena. Rendida se sentó al borde de la fuente, apoyando la espalda en un guayacán florido y, yo, me senté a su lado; las sardinas de la fuente acudieron presurosas, como esperando un alimento de las manos de Glinnila, que se introducían en el agua cristalina, mientras nos cubría una lluvia de hojas amarillas que caían de los árboles desnudados por el viento otoñal, que barría también las nubes en ese poniente tierno de llamas moribundas. Mirándola dolorosamente al rostro, lleno de una mortal quietud, le pregunté:
-¿Se siente bien?
-Sí, dijo ella con una voz de infinita dulzura. Entonces, como si sintiese la necesidad de expresarle todo mi amor, y de aprovechar los momentos que huían, me apresuré a decir:
-¡Cuánto he sufrido con su indiferencia! No me atreví a hablarle por temor a ser rechazado, con el profesor Evangelista le envié una nota, ¿la recibió?
-Sí, me sentí feliz, lloré mucho, porque su carta es tan sincera y triste...
-Hoy le digo lo mismo que en ella. No se imagina usted lo torturado que me siento, ya no duermo sino pensando en usted y, a la aparición de sus recuerdos lloro.
-¡Glinnila! ¿Siente algo su corazón por mí?
Ella calló, con el rostro empurpurado como si todo el esplendor de la hora taciturna hubiese caído sobre las azucenas de sus mejillas, incendiándolas. Y, en esa onda silenciosa, había vibraciones extrañas, como las de las olas subterráneas que baten las entrañas de un peñón; era la mano de un sueño y una nobleza de sentimiento que degollaba a otro sueño en el propio corazón. Con voz trémula, como surgida del más remoto seno de mis entrañas, insistí, y tomando una de sus manos, e inclinándome sobre ella, le dije: ¿Por qué me tortura tanto? Mi alma es débil pero bella y mi corazón es puro como una mañana primaveral... Sobre mi cabeza inclinada cayó una lágrima, tan ardiente que la alcé sorprendido, y mirándola fijamente en los ojos enturbiecidos, le dije temblando de alegría: ¿llora usted? ¡Ah! Entonces... ¿me ama usted?
-Sí, dijo ella con una voz profunda y grave, en la cual vibraba la ofrenda de su alma. Permanecimos así, mudos y absortos, como si en esos momentos hubiésemos vivido muchos años...
Las sombras crepusculares descendían; la sesgada luz del sol deslizándose por entre los tupidos ramajes que nos cubría cegaba mis ojos. Acá y allá, en torno de ella, en las hojas por el suelo, estremecíanse luminosas manchas, como si una turba de colibríes, al volar, hubiesen esparcido plumas relucientes de sus alas membranosas. El silencio lo dominaba todo, y de los árboles se desprendía un aliento suave y vagabundo, esparcido por la brisa marina de aquella tarde llena de amor y de poesía.
Luego, ella, poniendo ligeramente la mano sobre mi hombro, se incorporó por medio de un salto, dando ocasión por un momento que asomase por entre las anchas faldas de su vestido un pequeño pie, preso en un botín color violeta. Los rizos de sus cabellos brillantes como el oro, deslizándose por las alas de un sombrero de paja chocoana, caían sobre su rostro que parecía haber robado la lozanía y el colorido de las más frescas rosas. Frente espaciosa e inteligente, ojos límpidos como el cielo azul que nos cubría, coronados por unas cejas finas, arqueadas y más oscuras que el cabello; una nariz perfilada, casi transparente, que es el mejor distintivo de la imaginación y del ingenio; y por último una boca pequeña y rosada como el carmín, cuyo labio inferior la hacía parecerse a las princesas de la casa de Austria, por el bello defecto de sobresalir algunas líneas al labio superior, completaban lo que puede describirse de aquella fisonomía distinguida y bella, y en que cada facción revelaba la delicadeza de su alma, de organización y de raza, y para cuyo retrato la pluma descriptiva de los artistas es siempre ingrata.
Por fin, Glinnila rompió el silencio: se nos hace tarde- dijo-, y tomamos el camino de regreso.
Cuando llegamos a la casa de mis padres, que nos esperaban preocupados, había en nuestros rostros tan notorio cambio, que los viejos sonrieron. Nos sentamos cerca de mi madre; ella tomándonos de las manos, nos las unió, mirándonos con los ojos húmedos de llanto y diciendo con voz trémula de emoción: En nombre de Dios y de la virgen, y selló nuestras manos unidas con el beso de sus labios venerables.
Yo he sido siempre un sentimental, y una pureza nativa aureola todos sus sueños de amor; y frente a una mujer como Glinnila, sentí más que una pasión profunda y delicada que se alzaba en lo más hondo de mi alma por sobre todas las cosas viles de la tierra, hacia regiones remotas de las más graves purezas. Fantástico en los asuntos pasionales, me di a cultivar con delirio esa vaga sensación que llenaba todo su ser, y que no quería analizar por temor a destruir. Estar junto a Glinnila, verla, oírla hablar, fue ya toda mi aspiración; ya no había para mí bellos paisajes de los cielos, de los mares y de la tierra, sino mirada en los ojos de Glinnila; y no había armonía, ni música en los aires, ni en las palabras, sino brotaban de esa fuente de melodía que eran los labios de Glinnila; y, ¿ella? Trataba de permanecer extraña a esa pasión naciente que crecía y se alzaba blanca y pura como una aurora primaveral.
En las tardes expirantes, a orillas de la gran bahía, llena de luces estelares, las miserias de nuestras almas se juntaban y se recalentaban, como dos niños friolentos sobre el seno de una misma madre, tocados de una sensibilidad misteriosa, ante ese amor que veíamos nacer como una flor de gloria en nuestros corazones, coronados de aureola; y, sobre las playas luminosas, en los palmares claros, cerca al ímpetu doloroso de las olas arrulladoras, nuestras almas se buscaban, se confundían, se saturaban de amor, de un amor triste, que en nosotros tenía el infinito de todas las insatisfacciones; y, continuábamos así, ante la queja cercana del mar, que parecía hablarnos del eterno olvido, en la terrible esterilidad de nuestras vidas sin venturas. Amándonos así, con emociones tenebrosas, en las tardes entibiecidas, prendimos sobre el cielo borroso de nuestras vidas un nuevo sol.
Hipnotizados y encadenados por aquella pasión fatal decidimos tomar el mismo avión de Nuquí para Quibdó.
Inmenso y calmado el mar se extendía, y desde el firmamento se observaba, allá lejos, majestuoso y brillante en ese horizonte despejado. Las nubes blancas como copos de nieve pasaban lentamente como una bandada de aves en derrota. Abajo se divisaba el terciopelo misterioso del valle del Atrato; y, mientras el avión surcaba el inmenso espacio taciturno, mi mente meditaba,...
“¡Cómo agobia al hombre llevar sobre sí mismo el peso de su propio corazón! Cuando más felices aquellos que la muerte ha inmovilizado en las riberas de la eternidad. Es por el camino del corazón que vamos al vencimiento; es por él que somos sufrimiento vivo; es por él que somos felices; es por él que permanecemos adheridos a la Tierra y al amor... todo el dolor viene de él... él contiene toda la debilidad de la idolatría; él, es una adoración. La mirada de amor, la palabra de amor, el sueño de amor ¿quién los dicta?; esas cosas vagas y terribles que entenebrecen nuestra alma ¿quién las forja?, el corazón... ¡el corazón! ¿De dónde esa fiebre de amor que nos hace agonizar bajo un firmamento de sueño, en un jardín de esperanzas suplicantes?, del corazón, de la dulce claridad del corazón...
“La mendicidad del corazón es un desencadenamiento de miseria, no se sacia jamás; por eso nuestra vida es un gesto de abatimiento, un vacío incolmable de tranquila inmensidad”. Y, era por el corazón que agonizábamos los dos peregrinos del amor...

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