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lunes, 3 de noviembre de 2008

Retazos


Cada vez nos cuesta más establecer relaciones con las personas que nos rodean, vivimos en una sociedad donde prima el individualismo, nos encerramos en nuestra concha y no dejamos que nadie se asome a conocernos. Pero a veces, hay ocasiones en las que nos mostramos más proclives a hablar, a desahogarnos con un extraño al que nos sentimos unidos por una rara conexión y cosas que nunca diríamos a las personas de nuestro entorno se las soltamos a un desconocido. Quizás sea porque sabemos que no lo volveremos a encontrar en nuestro camino, que desaparecerá de nuestras vidas de la misma manera que llegó.
Este fin de semana he estado acompañando a mi hermana en el hospital, que está allí recuperándose de una operación. La habitación es compartida con otra paciente y sus familiares. En un primer momento hay demasiada gente, las visitas de una y otra impiden que empecemos a hablar, pero cuando cae la tarde y la habitación se va quedando vacía, empieza a instalarse un clima de confianza. Tendremos que pasar la noche juntos, las enfermas en las camas, los acompañantes en unos incómodos sillones rotos por el reiterado uso de cientos de familiares preocupados, atentos a la evolución de un suero o pendientes del más mínimo movimiento del paciente.
Entonces, las palabras fluyen, escapan de la boca y dicen lo que antes trataba de ocultar su mirada triste. La mujer que acaba de abortar se quita la careta de “aquí no pasa nada” y unas pequeñas arrugas se forman en su frente cuando confiesa lo deseado que era ese niño, la larga espera que precedió a ese instante de fracaso. Tengo treinta y seis años y mis ilusiones por ser madre se va apagando. No lo dice exactamente así, pero así lo leo en sus palabras. Y sé lo que siente porque yo también lo he sentido. Y sé lo que sufre porque yo también lo he sufrido. Y se lo cuento porque mi historia tiene final feliz y creo que es bueno agarrarse a lo bueno.
En fin, una tarde noche de confesiones, de sueños rotos, de deseos incumplidos. Yo sólo soy una extraña que escucho en silencio sus confesiones. Trato de animarla con mis palabras, que no están vacías pues son reflejo de mi amarga experiencia. Y le hablo de la luz en los ojos de mis hijos y le cuento cómo son sus sonrisas, para desterrar la tristeza de su mirada. No sé si llegué a conseguirlo, probablemente no. Después trato de conciliar un esquivo sueño sobre el duro sillón y los recuerdos me llenan de pena y para exorcizarlos vuelvo a agarrarme a lo mucho que tengo, mi familia.
La lluvia se marcha con la noche y el día amanece poblado de nubes pero en silencio. Los edificios quietos, las calles vacías. Es domingo y la ciudad parece aún dormida. Desde la planta novena apenas se escuchan los ruidos, las ventanas selladas impiden que entre el olor a tierra mojada.
Ella se marchará esa mañana, con un peso en su espalda, sin nada en su vientre. Espero que tenga suerte, que pronto vuelva a sentir la vida dentro de ella. Lo más probable es que no la vuelva a ver, que dentro de poco su rostro desaparezca de mi memoria, pero ahora sé que me quedan estas palabras.

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