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viernes, 19 de septiembre de 2008

TAREA CONCLUIDA Tercera Entrega

Un relato psicológico policial

Me sentía raro, cada vez más. Como si alguien distinto de mí habitara mi cuerpo. Pensé, que luego de enterarme de lo de mi madre, estaría destrozado. Sin embargo, había estado en peor situación cuando todavía no sabía lo que sucedía. Era como haber caído hasta el fondo y sentir la tranquilidad de no poder caer más abajo aún. Esa estabilidad que nos produce el saber que podemos empezar a controlar la situación. Estaba completamente decidido, aunque sabía que quizás, pasaría el resto de mis días en prisión.

De pronto, unos días después, mis padres no aparecían por ninguna parte. Como si Judy y yo hubiésemos quedado huérfanos, de repente y sin enterarnos. Pienso que eso no hubiese estado del todo mal. Los llamé a sus celulares. Tampoco respondían. Me habían llamado del jardín de infantes de mi hermanita, preguntándome si alguien de la familia la había retirado sin avisar. Grité un ¡NOOOOOOOOO! que la directora de la institución hubiese escuchado aun sin estar en la línea. Corrí hacia el lugar, que se encontraba a doscientos metros de casa. Me encontré con un panorama agobiante. Todo el personal buscándola por todos los rincones y en los jardines. Judy no aparecía. Amenacé a la directora con avisar a la policía si mi hermana no aparecía en la próxima media hora y con matarla con mis propias manos si le pasaba algo. Temblando como una hoja, ella misma decidió en aquel momento, levantar el auricular y dar aviso a las autoridades policiales.

Me fui apurado de allí, a buscarla, no sabía dónde, mientras marcaba con insistencia, una y otra vez los números de los celulares de mis padres. Hasta que sucedió. Un rayo de luz, de aquellos que aparecen contadas veces durante nuestras vidas. Algunas personas no los reciben nunca. Cuando aparecen, lo hacen en momentos extremos en que a nuestra mente le urge conectarse con la realidad desnuda, totalmente desprovista de los aditamentos de nuestra vida terrenal. Así es como recordé, dos semanas atrás, lo ocurrido mientras le leía un cuento a mi hermanita, ella ya en la cama, para que se durmiera. De fondo, ambos escuchábamos, deseando permanecer indiferentes, la primera verdadera trifulca entre mis padres, capaz de aturdir hasta a un sordomudo de nacimiento con la intensidad de aquellos gritos. Lentamente, mi padre había sido seducido hacia el mundo de la incomprensión y el griterío.

Judy hizo una mueca de dolor y acto seguido, rompió en un llanto compulsivo que pronosticaba no detenerse nunca más.

- ¡Quiero ir a la cueva de Javier! ¡Quiero ir a la cueva de Javier! ¡Quiero ir a la cueva de Javier! - repetía entre sollozos, mientras frotaba con insistencia sus rojas mejillas intentando sin éxito secar lágrimas que parecían vaticinar su permanencia eterna.

Justo en ese preciso momento le leía a mi hermanita un pasaje del cuento que relataba la huída de la casa, de un niño de nombre Javier, hacia una cueva que poseía en el monte, para los casos en que la incomprensión de este mundo lo obligara a buscar la soledad y donde mágicamente había encontrado seres imaginarios que siempre lo comprendían y escuchaban. Pero Judy no conocía ninguna cueva y no teníamos ningún monte cerca. Fue entonces cuando apareció este rayo de luz que permitió que mi hermanita me dijera lo que no me había dicho.

Corrí desesperado hasta el lugar, un terreno baldío, sucio y abandonado. Pilas de escombros acumulados al pie de una de las paredes enmohecidas, semi derruida, de una antigua casa que se había derrumbado. Del otro lado de lo que quedaba de aquella pared, un pozo de un metro de diámetro, apenas cubierto con algunos tablones de madera, escondía en su desconocida profundidad, vaya a saber qué peligros. Un discreto cartel de chapa oxidada, colgado improvisadamente de uno de los tablones, llevaba escrito a mano, con una pintura de color amarillo: ¡CUIDADO! CUEVA PELIGROSA. Una vez, una sola vez había estado en ese espantoso lugar con mi hermana Judy. Estábamos paseando y ella insistió tanto en entrar que no le pude decir que no. Estuvimos apenas un minuto porque todo allí era un asco. Pero en aquellos segundos que nos detuvimos frente al pozo con el cartel, ella me preguntó qué era eso. Tuve la desgraciada idea de leer el cartel e insinuarle que era una cueva como la de Javier, aludiendo al cuento que ya me había pedido leerle tres veces de tanto que le gustaba.

Dos unidades móviles de la policía, una ambulancia, periodistas sacando fotos y haciendo preguntas y hasta un canal de televisión llegaron al lugar. Luego de unos minutos, la policía hizo venir a los bomberos y una escuadra de salvamento. Después de casi dos horas lograron extraerla. No pude reconocerla, no se veía que fuera ella de tan sucia y cubierta de lodo que estaba. Me miró, quise abrazarla pero no me dejaron. En una pequeña camilla la llevaron dentro de la ambulancia, le practicaron las revisaciones rutinarias, le hicieron inhalaciones para aliviar su asma y todo volvía lentamente a la normalidad. No parecía tener huesos rotos ni ningún otro tipo de lesión interna. Llegaron mis padres, casi corriendo. Mi madre me preguntó qué había sucedido y sin esperar de mí respuesta alguna, me recriminó el haber descuidado a mi hermana. Luego de escucharse un: ¡Hijita queridaaa!, en un tono muy elevado, se abrieron sus brazos para abrazar a Judy, cuyo rostro permanecía indiferente, pero se dejaba. Papá, detrás de ella, me miraba. Y yo, con insistencia, no hacía más que observar el vientre de mi madre.

En el hospital, le hicieron los exámenes médicos acostumbrados en estos casos y fue dada de alta el mismo día. Todos estábamos nuevamente en casa, para continuar sufriendo atrapados en pozos mucho más profundos y heridas internas muy difíciles de sanar. (Continuará...)

Rudy Spillman

http://libroabiertorudyspillman.blogspot.com

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