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martes, 3 de junio de 2008

Cuaderno de viajes. Marrakech II. La ciudad de día. Djama El Fna. El nexo.


Mi homenaje a Paul Bowles. II


Marrakech. La ciudad de las tres ciudades. Tres ciudades en una. Tres ciudades que se transforman en dos al caer la noche. Así es Marrakech. La antigua, la moderna, y la plaza de Djama El Fna. Una ciudad en sí misma, que se transforma en moderna para el turista, cuando sale el sol, pero que al caer la noche vuelve a su origen y queda, solo, la ciudad antigua. Djama El Fna.
Marrakech es así porque sus gentes lo hacen. Djama El Fna es la plaza para vender, durante el día; para vivir, durante la noche. Modernidad. Vetustez. El centro de la vida. El centro de la ciudad. El centro de todo. Todo en ella misma. Origen y final. Alfa y Omega. De donde se viene y adonde se va. Por donde todo fluye. Poblada de tenderetes y tiendas abarrotados de productos y de personas. Pero sobre todo de personas. Distintas. De miradas distintas. De vestidos distintos. De olores distintos. Productos distintos, aunque eso es lo de menos. Se vende todo. Se venden todos. Miras y eres mirado. Te miran para vender, para venderte, para comprar tu dinero y, si es posible, tu alma, por el dinero. Venden lo que tienen y lo que saben. Lo que son. Le venden al que busca su producto y al que busca otra cosa, incluso sin saber muy bien que es, de uno u otro lado. Se viaja allí para buscar algo, o a alguien o a uno mismo. Como el estadounidense de ascendencia mejicana, adinerado, que busca el sexo de un muchacho que apenas dejó de ser púber escasos años atrás. De ahí quizás… Como enfermos en busca de remedios ancestrales. Se viaja allí con la esperanza de que en los orígenes esté la solución a la desesperanza, a la monotonía, a las vidas grises. Pero Marrakech sólo cura si se sabe mirar en uno mismo, dentro de sí.
La ciudad antigua gira en torno a la plaza de Djama El Fna. Ésta es su corazón. Su alma. Como un apéndice unido a la plaza y separada. Conforme te alejas de ella, lo haces también de todo lo parecido y entras en lo desconocido, en lo no presenciado, en lo no mostrado. Se ve entonces la cara real. La verdad. Marrakech. Rodeada por la muralla. Ocre. Como protegiendo. Ocultando. De un ocre de barro. Antiguo. Desierto. El abismo entre tú y él. Entre nosotros y ellos. Entre Oriente y Occidente. Europa y África. La muralla es la frontera vista desde la ventanilla de un taxi ruidoso y destartalado que te han buscado sin pedirlo y sin quererlo. El ruido está dentro y fuera. La música te invade con la cadencia típica. El olor lo envuelve todo sin dejarte la capacidad de sustraerte a él. Ruidos y olores. Colores. El marrón es inmenso como contrapunto al azul del cielo. También inmenso. Inmenso e intenso.
Tras la muralla, el mundo. Otro mundo. Y sus miradas. Miradas que te traspasan. Que se hunden en ti como garfios. Desconfianza. Miradas que mezclan el temor y el desafío. Desconfianza. Quizás… Las personas van y vienen sin parar. Algunas. Las más. Otras están sentadas. Las menos. De una forma individual. En los escalones. A las puertas de los negocios. En sillas plegables que se llevan de un lado a otro. Viejos sobre todo. Hombres sobre todo. Y un olor nauseabundo lo invade todo. Te destroza el cerebro tras atravesar la nariz. Olor inmundo y suciedad absoluta. Ríos de líquidos fétidos llenan las calles mezclándose con las boñigas de los burros, aplastadas. Es insoportable. Se pega a la piel y te acompaña. Y las miradas. Avanzas hacia dentro. Hacia su centro y te sientes distinto. Te hacen distinto cuando te miran. Te observan. Se adentran en ti por la mirada. A través de los ojos. Con los ojos. Te preguntan: ¿Qué? ¿Qué haces? ¿Qué quieres? ¿Qué buscas? ¿Quién te crees? Y a la mujer de otra forma. Igual y peor. Deseo. Sonrisas de deseo. La desnudan. La acosan con la mirada. Te rodean para clavar la mirada en ella. Sin pudor alguno. Sin miramiento alguno. Para desnudarla. Miradas obscenas que no se detienen ante el hombre. Ante nada. Nada importa. Sólo eres extranjero y esta es su tierra. Eres incapaz de comprender nada.
Las casas deshechas. Los lugares de trabajo, lóbregos, medievales. Y el hedor que todo lo invade. Tiendas y tiendas hacinadas y ningún comprador. El vendedor a la puerta, sentado o acuclillado. La mirada perdida. Con esa espera en la mirada. Hasta que te ve y entonces te mira de esa otra forma. A veces una tienda grande, escondida, casi oculta. Te entran. No quieres pero te entran. Te miran. Te venden. Sonrisas falsas. Te siguen sin dejarte, en una suerte de procesión. Temes si no compras. La mirada te infunde temor. Movimientos lentos. Susurros. Parecen no estar. Están. Siempre están. Los notas. Los sientes. Y al final el miedo. Y el miedo te hace comprar. Es todo belleza. Exquisitez. Objetos preciosos. Mil y uno. Y al final compras. Pero por miedo. Y quieres salir. Regateas. Crees que ganas y es probable. Ellos también. Pero se compra por miedo. Parecen hacerte un favor al venderte al precio que has impuesto. Miradas de desprecio. Por tu regateo. Y la mirada del vendedor se transforma. Miedo. Desprecio. Y de nuevo en la calle donde respiras. Y el olor de nuevo. La libertad tras el miedo. Ya tienes un objeto. Ellos reconocen la mirada del nuevo. Del turista virgen. Días después saben que no eres el mismo y te miran distinto. Saben. Siglos de mirar. De comprar y vender. Siglos de aprendizaje. Siglos eternos. Tu presencia corre como la pólvora. De boca en boca. Se sabe que estás. Qué quieres. Quién eres. Y tú no sabes qué. Al final sí. La experiencia. El conocimiento. O simplemente una babucha, una tetera a buen precio y poder contar en casa que estuve en África, en el Islam, dentro. La calle te envuelve otra vez de ruido, de olor y de color. Otras miradas. Las de antes. No puedes dejar de mirar. Tan distinto. Tan distante. Hay distancia de siglos. En todo. Todo es antiguo. Todo es diferente. Nadie es alguien. África. Islam. Otro mundo. Un brazo de agua de apenas quince kilómetros y hay otro mundo. La diferencia más absoluta. Y es que no sabes. Desconocimiento. Miras a todas partes queriendo saber, queriendo ver, queriendo conocer, y encuentras que no puedes. Te haces una idea que sólo te sirve para deambular. Necesitas tiempo. Mucho tiempo. Y despojarte de todo. Entrar desnudo. Entrar lento. Y el río de personas crece sin parar como una marea que sube conforme avanzas hacia la frontera, hacia el centro. Hacia Djama El Fna. Y las tiendas se transforman para el turista y los productos se hacen neutros a pesar de los colores y los sabores. Y las personas se hacen neutras y adoptan el papel. Sonríen. Te mienten al mirar, al sonreír, al hablar. Ya es sólo vender lo que buscan. Productos para extranjeros. Y ya no buscas ver, oler, saborear, tocar, conocer. Ellos lo saben. Babuchas, platos, cuencos, joyas. Ahora es todo eso. Sólo eso. Da igual tuareg que bereber. Árabe o cualquier otro. Todo es igual. Te asaltan nada más verte. Creen que no pero se venden. Igual que tú. Todo es una venta. Mercado medieval. Mercado oriental. Mercado occidental. Mercado. Te ofrecen tatuajes protectores en las manos y en las piernas. Los encantadores de serpientes te ofrecen su imagen. Una moneda. Después. Ahora. Prometes. Te dejan. Después te recuerdan. Te ven y exigen. Negativas. Te dicen de todo. Al principio promesas de hijos. Ahora maldiciones. Entra aquí. Sólo mirar. Más barato. Babush. Más barato. Sólo mirar, no comprar. Sonrisas melifluas. Vacías. Te parece degradante. Agobiante. Desasosegante. Y el calor. Y el olor. Cansancio sin límites. Necesidad de respirar. Y la mujer es mirada. Desnudada. Asediada. Quince mil camellos. Es muy bonita. Mujer muy bonita. Es insoportable. Quieres conocer. Quieres ver, saborear. Pero todo te lleva casi al hastío.
Comer y respirar. Desde arriba. Fuera de ellos. Fuera de todo. Ver con otra perspectiva. Movimiento. Personas distintas. Los distintos vendedores y siempre los mismos. Iguales procesos. Te relajas. Te serenas. Un té. Quieres comprender. Sonríes y justificas. Intentas comprender.
Y vuelves. Y todo comienza. Nada cambia. Todo sigue igual. El calor te mata. Y presencias lo increíble cuando estás a la sombra de un soportal. El único soportal en toda la plaza. Mientras observas. Gritos. Una multitud que se acerca. Más gente. Observas incrédulo el proceso. Una prostituta es abucheada, insultada y ridiculizada. Perece un linchamiento. El pueblo contra una puta. El mismo pueblo, sus hombres, que no paran de mirar, de desnudar a la mujer que se cruzan. Los hombres que babean ante ella, que miran obscenamente. Ese hombre. Esos hombres ahora cercan a la prostituta. El gentío aterra. Dos policías la llevan. ¿La protegen? Ella llora. El rimel le pinta la cara. Viste a la europea. Tiene miedo. Pánico. El miedo se refleja en sus ojos. Otra mirada. La meten en un coche de policía. Todos lo rodean. Miradas terribles. Otra mirada. Si pudieran… El espectáculo te deja atónito. No comprendes nada. Es imposible. Aturdimiento. Incapaz ante lo inconcebible. ¿De dónde sale eso? ¿Por qué tanta hipocresía? Niños azuzados. Niños que azuzan. Mujeres que increpan e insultan. Hombres que insultan. Hombres que hieren con la mirada. Otra mirada. Hombres que hieren con la palabra. Risas de burla. Risas imposibles. Risas increíbles. Terror y dolor. Miedo y desesperación. Incomprensión. Todo se deshace cuando el coche policial desaparece. Y no crees nada. La vuelta al pasado. ¿Así éramos también nosotros? ¿Así somos? Desprecian lo que desean. Desean lo que desprecian y quieren tener. Deseo. Miradas de deseo. Miradas de odio. Miradas.
Y sales fuera porque te niegas. Los arrabales. Otra vez la muralla. La frontera entre las ciudades. La frontera entre los mundos. Los colores. Pobreza extrema. Se vende todo. Cualquier cosa. Una moto vende naranjas en un par de alforjas. Un carro vende chatarra. Un carromato vende comida bajo una sombrilla de Camy. El muecín llama a la oración y algunos oran. Todo se para. Para algunos. Sólo para algunos. El resto sigue. Vende. Anda. Vive. Bajo un toldo comen y juegan. El sol quema y te mete ahí. Té verde. Menta. Cardamomo. Calor. Y los olores que los llevas y te queman. No puedes dejar de mirar las miradas y sus alrededores. Quieres irte viendo. Salir de ahí y descansar el cuerpo, la mente y el alma. Pero las miradas fijan tu mirada. Sus formas. Sus actos. Sus miradas. Su mirada. La mirada.
Y la noche se acerca. Y el sol ya no quema. Necesidad de otra cosa. Respirar. Descansar. Te vas. Embotado. Pero sabes que quieres volver para ver, y conocer. Para saber. Marrakech. La ciudad eterna. La ciudad africana. La ciudad musulmana. La tierra de Dios. Marrakech es el desierto. Marrakech es la ciudad antigua. Marrakech es la ciudad. Una y mil. Puedes encontrarte si sabes buscar. Puedes encontrar si sabes mirar.
En Marrakech hay tres ciudades. Pero sólo hay una. Tan solo es cuestión de estar. De saber estar. De ir desnudo. Y la noche llega a Djama El Fna. Y empieza el rito. La noche eterna. Bajo el cielo protector.
Diego Jurado Lara

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