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viernes, 1 de febrero de 2008

No llores por mí, Argentina

Un incisivo corte realiza Aguinis, en la personalidad argentina. Un artículo que impacta por su connotación psicológica. Demuestra hasta que punto el ego colectivo de una sociedad perdida en sus propias deficiencias, falta de principios morales y ética, apatía frente a todo lo que no sea "sí mismo", esa constante máquina mental trabajando las 24 horas del día en encontrar nuevas patentes para "cagar al vecino", sumió a esta patética sociedad, en la que me incluyo, en un sopor, del cual la posibilidad de emerger, si alguna vez sucede, le tomará al menos varias generaciones.
No son ya los últimos acontecimientos de la actualidad política. Ayer también lo fueron. Mañana lo seguirán siendo. Los dirigentes de turno cambian. Los hechos se repiten. No soy yo el que ha reflexionado por vez primera que "los pueblos siempre tienen lo que se merecen". Por eso es que los dirigentes suelen afirmar que "el pueblo nunca se equivoca", cuando bien saben que ocurre lo contrario. Al menos en la Argentina, y ya hace demasiados años.
No sólo los uruguayos nos han dado una lección. Muchas naciones y sus pueblos nos vienen dando lecciones. Pero nosotros no estamos dispuestos a bajar la cabeza y reconocer nuestra desastrosa realidad. Preferimos cada uno de nosotros, continuar sintiéndonos "Avivato" y no darnos cuenta que en realidad somos "los giles".
Con pena, dolor y mucha tristeza, reproduzco a continuación el extraordinario trabajo cedido cortésmente al informativo de Revista Noticias y publicado por este medio periodístico, el 23 de enero ppdo.

Rudy Spillman

AVIVATO, GILÓN Y EL CASO ANTONINI
Por Marcos Aguinis


Hemos dejado de ser un país que había elegido la irrelevancia —por ser
imprevisible— para convertirnos en un país que provoca risas, por la
cantidad de giles que lo habitan. ¡Qué dolor!
Nuestro humor gráfico había creado un personaje tan ruin como el Viejo
Vizcacha (pero bien vestido) que pergueñó Lino Palacio con el nombre
de Avivato. Representaba a la famosa "viveza criolla" o argentina, o
como quiera llamársela. Supongo que pronto nacerá su contraparte, el
Gilón, que en cordobés básico significa "gran gil". Ambos sobran en
todas partes. Además, se complementan.
El conflicto generado por el febril Antonini Wilson-gate lo ilustra de
maravillas. Pero no sólo ese conflicto. Trataré de explicarme.
Avivato no podía triunfar si no contaba con un gran Gilón que cayese
en sus trampas. La viveza, o picardía, o piolura, o cinismo gracioso,
o mala leche divertida, hace tiempo que empezaron a formar parte de
nuestra compleja identidad, sin que intentemos erradicarla para
siempre, como un defecto. Ello se debe a que la consideramos una
virtud. Expone las habilidades y daños que podemos ejercer con
bastante impunidad. Juega con equívocos, hace reír, produce llanto,
convence, distrae, resuelve o humilla. Depende de las circunstancias y
las motivaciones, desde luego. Como he dicho otras veces, no se trata
de una cualidad (como suponen quienes la ejercen), sino de un defecto
que merece palos. Porque su humor y sus consecuencias son gravosos
para la sociedad. A largo plazo, nos hunde en la tragedia y el
hazmerreír, como está pasando con el Antonini Wilson-gate. No le
importa perjudicar al prójimo —sea un individuo o un colectivo— con
tal de ganar tiempo o un aplauso.
Avivato (y cualquier vivo de su calaña) se considera más inteligente e
importante de lo que en realidad es. O necesita considerarse más
inteligente e importante para ocultar su limitada consistencia. Va al
frente de modo temerario. Si las cosas le salen bien, redobla la
apuesta; si salen mal, le echa la culpa a otro. Jamás admite una
flaqueza, una equivocación, una derrota. Todo lo sabe y todo lo puede.
Para demostrarlo, miente, deforma, incurre en contradicciones. No
importa, ni siquiera las recuerda. Sólo quiere ganar, aunque sean
mendrugos. Pero si el premio son millones, mejor.
Su audiencia son los giles, ese mar de argentinos que lo escuchan y le
creen. O el gran Gilón (en mi querida lengua cordobesa) que aguarda
ser dibujado por un talento del humorismo gráfico nacional. Sabemos
que el vivo, aun antes de que naciera Avivato, había producido muchos
sinónimos: piola, canchero, rompedor, madrugador, púa, rana, pierna...
Consiguió infiltrarse en todos los recovecos de la vida social, pero
se mantuvo algo distante de la política, que es un terreno resbaloso.
Ahora acaba de meterse en ella con todo, hasta las amígdalas.
Su experiencia le ha demostrado que gana el más rápido, por lo tanto,
no se demora jamás. No se permite dejar la iniciativa en manos de un
tercero. Y tampoco perder la cara de ángel, o de puro, o de confiable.
Para eso necesita golpear con dureza a alguien que se llama punto.
Instalar en él la culpa, la torpeza, la maldad, la idiotez.
¿Qué o quién es el punto?
Alguien que no está preparado, avisado ni en condiciones de responder.
En el terreno de la política, hemos presenciado en estos días
inaugurales de un nuevo mandato presidencial que lleva el mismo
apellido, los puñetazos a dos puntos vulnerables: el presidente Tabaré
Vázquez y los Estados Unidos. Pero ya me ocuparé de esto enseguida,
porque antes debo señalar otro rasgo notable de Avivato y su cohorte
de discípulos. La presencia de una barra.
¿Qué o quién es la barra?
Es el auditorio que celebra los exabruptos, disparates o acusaciones
del vivo. Si no hubiese barra, el vivo cerraría la boca. El vivo
quiere ser escuchado, acompañado y aplaudido por la barra —compuesta
por innumerables giles y gilones—. De lo contrario, no sería la barra
que necesita para cumplir su objetivo. De esa forma, se siente seguro
en el escenario o frente a un atril con altavoz. La barra escucha y
celebra. Al vivo le gusta representar ante ella lo que no es, o
proyectar en el punto las fallas que sólo le corresponden a él. Si el
vivo padece una minusvalía, comete un error o cae en alguna trampa,
las coloca sin escrúpulos sobre los hombros del desconcertado punto.
Aunque el punto sea ajeno a esos vicios, la barra celebra igual. Y con
esto el vivo ha logrado su patético triunfo.
Tanto se valora en nuestra magullada sociedad argentina al vivo y a
sus procedimientos, que se considera una debilidad imperdonable
carecer de su virtuosismo defraudador. Por eso, desde hace décadas se
asegura en la Argentina que "el que no es vivo es un gil". Sacar
ventaja lo convierte en un ventajero, lo cual no merece una sanción,
sino una medalla, o al menos la impunidad. Ser ventajero no está mal
entre nuestros disvalores. Está mal perder, no embaucar, no
aprovecharse de una situación privilegiada, porque eso es propio de
giles. De ahí la cantidad de anécdotas sobre argentinos, que dentro y
fuera de nuestro país se dedican a "reventar" tarjetas ajenas, robar
toallas de los hoteles, "pinchar" teléfonos, "clavar" garantes,
transgredir sin pausa y festejarlo como una victoria en los asados o
la mesa de un bar.
¿Por qué el vivo —o su personaje Avivato— han conseguido tanto éxito
en la Argentina? Lo he dicho muchas veces. Porque aquí no se cree en
la majestad, rapidez ni eficacia de la Justicia. La ley resulta ser un
elemento que fastidia, un molesto obstáculo que se debe sacar a
patadas. ¿Qué es la ley, sino una piedra en el zapato, un límite que
nos quiere prohibir algo, como joder al prójimo y burlarnos de quien
se rompe para acumular esa cosa podrida llamada mérito?
¿La honestidad? ¡Puaj! Palabra de viejos, de tarados. "Nadie" con dos
dedos de frente la practica. ¿Por qué insistir en semejante
antigualla? ¿No se asegura que "todos" roban, que "todos" violan la
ley, que el que no afana es un gil, que roban pero hacen?
El vivo aparenta conocimientos, seguridad, picardía infinita,
insuperables reflejos para retrucar y aplastar. No lo acosan
sentimientos de culpa. En el lenguaje técnico, es un psicópata. Pero
¿a quién le importa? Ese diagnóstico no llega a las masas ignorantes y
manipuladas, que actúan de barra y están llenas de puntos (y gilones).
Al vivo le obsesiona demostrar que es el más vigoroso y hace morder el
polvo a quienes osan ponérsele delante. Jamás pide disculpas. No se
mostrará flojo ni aunque se hunda el piso bajo sus pies. Y si se
hunde, no cesará de gritar que "otros" son los culpables, incapaces de
reconocer su pureza y su poder.
Tampoco es un exitoso, sino un exitista. Por desgracia, este aspecto
se ha extendido a millones de compatriotas. Se caracteriza por carecer
de visión a largo plazo. El exitista anhela resultados inmediatos, se
ocupa del momento; no programa para el mediano ni largo plazo. Su vida
es una sucesión de coyunturas. El exitoso, en cambio, anhela proyectos
grandes, mira a los lejos. En otras palabras, entre el exitista y el
exitoso aúlla el abismo que hay entre una gran persona y un ser
diminuto que, cuando se le dé vuelta la suerte, será motivo de olvido
o desdén. La Argentina, por ser exitista y no exitosa, acaba de
hipotecar la débil esperanza que el mundo tenía en la recuperación de
su seriedad institucional. Con el idiota, deslenguado y emocional
manejo del Wilson-gate hemos vuelto a convertirnos en un circo. Como
sostenía Santos Discépolo, debemos salir de gira. Porque el torpe
manejo de este acto de corrupción y fraude ya ha sido inscripto en el
Libro Guinness de los hechos extraordinarios, no por su carácter de
corrupto y fraudulento, sino por la cantidad de giles que aceptan con
cara de imbéciles una versión que deja lejos al más disparatado cuento
chino.
Cuando la flamante presidenta pronunció su discurso inaugural ante la
Asamblea Legislativa, esgrimió varios gestos de soberbia, entre ellos
el de olvidarse de agradecer la concurrencia del vecindario
presidencial y varias delegaciones extranjeras. Lo más desafortunado,
sin embargo —y que ingresa para desprestigio de ella misma, por
desgracia para la institución presidencial y del país—, fueron las
parrafadas dirigidas a Tabaré Vázquez. Tuvo tres partes: una primera,
en la que pareció cordial, y una última en la que usó el desgastado
término de "hermanos uruguayos". Pero en el medio hizo franco uso de
la viveza criolla, que consistió en transformarlo en el punto al que
hacía quedar mal porque lo sorprendió con una salida inesperada,
aprovechándose de que el hombre no tenía posibilidades de réplica. La
barra, que era la Asamblea y el país, vieron cómo lo humillaba, y
algunos llegaron a sentir placer. Reprodujo fielmente las etapas que
hubiese recorrido un libreto de Avivato. Por cierto que corrió el
serio peligro de que Vázquez abandonase el recinto, lo cual hubiera
convertido el acto de asunción presidencial en un papelón histórico
que habrían recogido todas las agencias noticiosas del mundo. Pero
Tabaré Vázquez estaba fulminado por la sorpresa —como sucede a
cualquier punto— y no alcanzó a reaccionar. O tal vez no lo hizo
porque en él predominó su racionalidad de caballero.
Los uruguayos pueden perdonar, pero no olvidar. La actitud de la
flamante presidenta quedará como otro baldón de nuestra merecida mala
fama. Tanto es así, que en la reciente Cumbre del Mercosur un gran
cartel la saludó con este párrafo, que deberíamos incluir en todos los
niveles de nuestro deteriorado sistema educativo: "Bienvenida,
presidenta Fernández de Kitchner (sic). Disfrute tranquila del
Uruguay. Aquí somos educados. No agredimos a nuestros huéspedes,
especialmente si no tienen la posibilidad de respuesta". ¿Qué tal?
El otro ejemplo se refiere al caso de la valija con los 800.000
dólares venezolanos. En lugar de permitir que la Justicia continuase
sus investigaciones y aportara más pruebas que esclarezcan el
intríngulis, se optó por atacar primero —fuerte— de manera destemplada
y con pretensiones de convertir a todo un enorme país en un punto,
incluidos sus tres poderes republicanos, prensa e intelectuales
independientes, hasta llamarlos una "banda de mafiosos" o interesados
en "operaciones basura" que anhelan desestabilizar nuestras
instituciones, a la nueva presidenta, al sólido estado de derecho que
nos protege, etcétera. La barra está compuesta por los chupamedias,
los dependientes del favor oficial y los giles desinformados,
manipulados, sobornados o simplemente afectados de hipotrofia
cerebral.
Las relaciones con Uruguay han empezado a mejorar gracias a la
sensatez, racionalidad y prudencia de los orientales. Las relaciones
con los Estados Unidos, en cambio, ingresaron en una crisis que el más
despistado puede comprobar que no fue deseado por ellos, menos en
circunstancias tan complejas, en las que se esperaba conseguir que la
nueva presidenta —admiradora de Hillary Clinton— se distanciara del
imprevisible Chávez y se acercase a la prolija Itamaraty, que ya ha
convertido al Brasil en el interlocutor más poderoso del continente.
La viveza de atacar a los Estados Unidos como el punto responsable del
reparto permanente de dólares venezolanos —que tienen una larga e
irrefutable lista de beneficiarios, como Ortega, Correa, Evo Morales y
Ullanta Humala— responde a la técnica del ventajero, ansioso por
conseguir el aplauso de la barra. Ya consiguió una que ha producido un
profundo tajo en nuestra calidad institucional. Nada menos que el
Congreso, al que la Constitución ha distinguido como "poder
independiente" de la república.
El Congreso Nacional parece integrado por una mayoría de giles,
incapaces de estar enterados sobre cómo funcionan las instituciones de
otros países; en este caso, los Estados Unidos. Podemos criticar todo
lo que queramos a los Estados Unidos, a sus costumbres, a su
población, a su militarismo, a sus políticas federales o estatales,
pero es absurdo suponer que allí la Justicia depende del presidente,
como aquí y en los países subdesarrollados. Allí los presidentes no
manejan la Justicia, sino que pueden ser echados por la Justicia, como
le pasó a Nixon.
Ya la sabiduría popular ha bautizado a nuestro Congreso de la Nación
como escribanía del Poder Ejecutivo. Esto sí que causa retorcijones de
vientre y altera el pulso de nuestro corazón. ¿Por qué el Congreso con
mayoría absoluta del kirchnerismo se sometió a las órdenes de repudiar
en forma bruta, ignorante, a otro país, mientras su Justicia está en
plena actividad y la nuestra anda con muletas? ¿Por qué no se
interroga a los funcionarios argentinos que permitieron la impunidad
del famoso "valijero", que ahora se pide extraditar (quizá para
ahorcarlo como si fuese suicidio antes de que siga hablando)? No hubo
gestos para arrestarlo por su contrabando, se le registró un domicilio
falso que no fue motivo de sospechas inmediatas, se lo vio en la Casa
Rosada (¡cómo no van a desmentir semejante dato!), en la Cancillería
se recibió una preocupada llamada nocturna de la embajada venezolana
para saber si Wilson corría peligro o podía irse del país y,
finalmente, el rico empresario viajó tranquilamente al Uruguay, como
lo hizo en sus rápidas visitas anteriores en las cuales resulta
posible que haya traído otras valijas llenas.
En síntesis, estamos llenos de giles y gilones, Avivato tiene mucha
prensa, las barras funcionan de maravillas. Y en nuestro país resuena
cada vez más fuerte el grito de Manuel Belgrano: "¡Pobre patria mía!".

1 comentario:

Diego Jurado dijo...

Hola Rudy.
No soy un experto en Historia de Argentina, ni en sus gentes, ni en sus costumbres, ni en sus escritores, pero sí he leído a muchos de ellos y he estudiado vuestra Historia, lo que permite afirmar que el contenido del artículo y tus comentarios son muy acertados, y que muestran que Borges tenía mucha razón cuando definía el alma argentina como lo hacía.
Tal vez si se leyera más a Borges, a Cortázar... Tal vez si mirase uno más su interior y no tratase de ser lo que no es, se podría llegar a ser lo que es.
De cualquier forma Argentina siempre será tan hermosa como sus gentes.
Un abrazo.