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viernes, 4 de enero de 2008

Alma Mística (quinta entrega)

En el claro azuloso de esa noche, embalsamada por el cáliz desmesurado de una gran flor del firmamento, la majestad espectral de los árboles se dibujaba en el horizonte, en cuyo fondo, de una palidez metálica, las nubes multiformes semejaban una bandada de aves en derrota.
Envuelto en una capa y reclinado en la popa de la nave, Céar tenía los ojos fijos en la bóveda azul del firmamento, sin ver, sin embargo, los vívidos diamantes que la tachonaban, abstraído su espíritu en las recordaciones de su infortunada suerte en el pueblo de donde acababan de zarpar.
¡Qué de malas mía!- se decía. ¿Por qué seré yo tan infortunado? Dios nos proteja, dijo después de algunos minutos de silencio y meditación en que sus ojos habían estado extasiados en el firmamento bordeado con su luna y sus estrellas, y en que parecía que sus ideas habían tomado rumbos diferentes en aquella alma espontánea, impetuosa y al mismo tiempo tierna y sensible, y después de esa exclamación continuó en el silencio de su pensamiento.
“Dios, que es la sabiduría y la unidad del universo. Dios, que sostiene pendiente de la hebra impalpable de su voluntad soberana esos mundos espléndidos que giran en esa bóveda infinita y diáfana que parece formada con el aliento de los ángeles.
“Esos astros, eternos como la mirada que los ilumina, verán alguna vez sobre estas olas la realización de los bellos sueños de mi mente. Sí. El porvenir de mi tierra está escrito en la obra de Dios mismo: es una magnífica y espléndida alegoría en la que ha revelado los destinos del nuevo mundo el gran poeta de la creación universal.
“Esas inmensas praderas donde brota una flor de cada gota de rocío que cae en ellas.
“Esos ríos, inmensos y cristalinos como el mar, que se cruzan como arterias del cuerpo gigantesco de la América, refrescan por todas partes sus entrañas, abrazadas con el fuego de sus metales.
“Esos espesos bosques, donde la salvaje orquesta de la naturaleza está convidando a la armonía del arte y de la voz humana.
“Esta brisa, suave y perfumada, que pasa por la frente de aquellas regiones como el suspiro enamorado del genio protector que las vigila.
“Esas nubes, matizadas siempre con los colores más risueños y suaves de la naturaleza.
“Sí, todo esos magníficos espectáculos son palabra elocuente del lenguaje figurado de Dios, con que revela el porvenir de estas regiones.
“Las generaciones se suceden en la humanidad como las olas en este inmenso mar.
“Cada siglo cae sobre la frente de la humanidad como un torrente aniquilador que se desprende de las manos del tiempo, sentado entre los límites del principio y del fin de la eternidad: se desprende, arrasa, arrebata en su cauce las generaciones, las ideas, los vicios, la grandeza y las virtudes de los hombres, y desciende con ellos al caos eterno de la nada. Pero la creación, esa otra potencia que vive y lucha con el tiempo, va esparciendo la vida donde el tiempo acaba de sembrar la muerte. Ese torrente indestructible arrebatará de las riberas del mar esta generación amasada con el polvo, la sangre y las lágrimas de ella misma. Vendrán otras y otras, como las olas que se van sucediendo y desapareciendo ante mis pesados ojos.
“¡Vendrán…!
“Cada pueblo tiene su siglo, su destino y su imperio sobre la tierra, y los pueblos del Chocó tendrán al fin su siglo, su destino y su imperio, cuando las promesas de Dios, fijas y escritas en la naturaleza que nos rodea, brillen sobre la frente de esas generaciones futuras, que verterán una lágrima de compasión por los errores y por las desgracias de nosotros. Sí, tengo fe, pero fe en tiempos muy lejos de los nuestros. ¡Patria, patria! ¡La generación presente no tiene sino el nombre de tus padres!... Y, tú esposa mía, ángel conciliador de mi alma con la vida, de mi corazón con los hombres, de mi destino con mi patria; tú, hebra de luz que me pone en relación con Dios, extendida desde el cielo hasta el sitio terrenal en que me ahogo; tú, eres el único ser de todos los que he visto sobre la tierra, a quien quisiera volver a hallar en el cielo, para que nuestras almas volviesen, de cuando en cuando, entre los pálidos rayos de la luna, a contemplar la tierra, que fue testigo de nuestro amor, como es testigo de tantos desengaños, de tanta virtud mentida, de tanto crimen y de tantas miserias reales”.
La luna escondió en ese momento su faz de nácar entre los velos de una parda nube, mientras Céar reclinaba la cabeza sobre el pecho de su amada esposa, embriagado en el éxtasis de su espíritu; y cerró los ojos arrullado por las olas del poderoso mar Pacífico, somnolientas y perezosas bajo el tranquilo e iluminado pabellón del cielo.
Céar y su esposa, como sugestionados por la calma letárgica del mar, y por la intraducible voz del infortunio, se desesperaron por la inmensa aventura de estar juntos en un bote de vela y remo con rumbo desconocido.

Al tercer día de navegación, los vientos leves se habían hinchado repentinamente, impulsando olas cada vez más alzadas y densas. El mar verde claro se había transformado en un mar verde de hierba, opaco, cada vez más levantisco, que de verde tinta, pasaba a verde humo. Los marineros husmeaban las ráfagas, sabiendo que olían distinto, con ese negror de sombra que se les atropellaba por encima, y esos bruscos aquietamientos, cortados por fuertes lluvias, de gotas tan pesadas que parecían de Mercurio.
En las cercanías del crepúsculo, pintóse la andante columna de una tromba, y la nave como llevada en palma, pasaba de cresta en cresta, tambaleándose en la noche con los fanales extraviados. Se corría ahora sobre el descompasado hervor de una agua levantada por sus propias voliciones, que pegaba de frente, de costado, largando embates de fondo a las quillas, sin que los rápidos enderezos logrados a timón pudieran evitar las arremetidas que barrían la cubierta de borda a borda, cuando no hallaban al bote de popa al empellón. ¡Hemos sido agarrado de lleno!-Dijo el capitán, ante la ascensión de la clásica tormenta.
La noche brillaba en instantes fugaces por los relámpagos, el horizonte rugía por la tormenta, y la nave que había penetrado en un vasto bramido, se quejaba por el efecto del viento huracanado.
A las seis horas de fatiga, se levantó un sudeste furioso; los mares crecían por momentos, y hacían unas olas tan grandes que parecía que cada una de ellas iba a sepultar el navío. Con los fuertes huracanes y repetidos balances, no quedó un farol encendido; a tientas procuraban maniobrar los marineros. La terrible luz de los relámpagos servía para atemorizarlos más, pues, unos a otros, veían en sus pálidos semblantes pintada la imagen de la muerte, que por momentos esperaban.
En este estado, el golpe del mar rompió el timón, y una furiosa sacudida del viento quebró el mastelero del trinquete. Crujía la madera y, las jarcias sin poder recoger los trapos, que ya estaban hechos pedazos, porque no podía la gente detenerse en las vergas. Como los vientos variaban y carecían de timón, bogaba el bote sobre las olas por donde aquellas lo llevaban.
En tan deplorable situación ya se deja entender cuál sería vuestra consternación, cuáles vuestros sustos y cuán repetidos vuestros votos y promesas.
La mujer en las luchas con las asechanzas del destino, sólo tiene la fuerza de su propia debilidad, pero en la lucha con el dolor, tiene ocultos tesoros de fortalezas misteriosas. El hombre es superior ante los peligros materiales y las luchas físicas, pero la mujer es siempre más valerosa, más fuerte, en las luchas supremas con el infortunio.
En esos instantes de la vida, en que parece condensarse todas las nubes del dolor sobre la frente y la ola salobre de la muerte nos golpea el labio y amenaza sumergirnos; cuando el hombre rendido dobla la cabeza, deja caer los brazos, y como un náufrago se deja llevar por la corriente, la mujer se llena de coraje, lucha con brío, flota sobre la mar embravecida y gana el puerto, y si el amor la inspira se agiganta. Una madre que lucha por su hijo, una esposa que combate por su esposo, una hermana por su hermano, una hija por su padre, una amante por su amante, son sublimes y poderosas con su amor: el sufrimiento las magnifica y el amor las diviniza. He aquí porque Editza había resistido sin desfallecer aquella lluvia de dolores y desgracias; y en el momento agónico en que una ola gigante destrozó la nave, amparó a su esposo como cuando una madre pone el pecho para detener la bala homicida dirigida a su hijo. Ella con su esposo moribundo, agarrándolo de la cintura, cayó al inmenso mar enfurecido; y en un instante supremo de desesperación logró sujetarse a los restos de la nave que tomó el rumbo que el viento quiso.
Vagaron a la deriva durante días y noches; y cuando ya creían que morían en el mar, pudieron ver desde lo alto de una ola una costa cercana, cuya vista les imprimió deseos de vivir; nadaron hasta la ribera; pronto, sin embargo, advirtieron que no había allí playa alguna a que arribar, sino acantilados, arrecifes y remolinos, y ese espectáculo los sumió en una triste divagación.

Continuará...
Viene lo mejor

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