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lunes, 31 de diciembre de 2007

Alma Mística (cuarta entrega)

Eran las tres de la mañana, y la luna llena y pálida se levantaba de allá del fondo de las aguas.
Una franja de luz, desde el pie de la eterna viajera de la noche atravesaba el río, y parecía sobre su superficie movediza una inmensa serpiente con escamas de nácares y de plata.
La noche era apacible. Las estrellas poblaban el azul del firmamento, y una brisa sutil y perfumada en los jardines de nuestras costas pasaba por la atmósfera, como el suspiro enamorado de las sílfides que vagaban en aquel momento entre los tiernos rayos de la luna, jugando con la luz diamantina pero tenue de nuestros astros meridionales. ¡Todo era soledad, tristeza y poesía! ¡Todo diafanidad y calma en la naturaleza! Allí, a orillas de ese río, testigo tantas veces y en ese instante de la tormenta desencadenada contra las costumbres de un humillado pueblo.
Las olas se escurrían lentamente sobre un blando y arenoso lecho y, por un momento parecía que el invierno había plegado sus nevosas y agotadoras alas, porque en la brisa marina se respiraba un aliento primaveral.
Al pie de la barranca, que declinaba suavemente hasta la orilla del río, erguida sobre un pequeño médano, a pocos pasos del límite de las olas, una mujer contemplaba estática la aparición de la redonda luna, saliendo muellemente de las ondas. La serpiente de luz venía a quebrar sus últimos anillos junto a aquella misteriosa criatura, y las aguas llegaban con respeto a derramar su blanca espuma en la arena en que se acolchonaba su delicado pie, con ese murmullo del mar tranquilo que parece el canto misterioso con que se arrulla al genio del espacio cuando duerme quieto sobre su lecho de olas.
Los ojos de esa mujer tenían un brillo astral y su mirada era lánguida y amorosísima como el rayo de la cándida frente de la luna. Sus rizos, agitados suavemente por el pasajero soplo de la brisa acariciaban sus mejillas, pálidas como la flor del aire cuando el sol la toca, y los encajes de su cuello, descubriéndolos furtivamente, dejaban ver el alabastro de su garganta que, lejos de estas horas de la noche, habría parecido una de esas columnas del crepúsculo matutino que se levantan, blancas y transparentes como el mármol de carrara, entre los estambres dorados del oriente.
Su talle, ceñido por un jubón de terciopelo negro, parecía sufrir con la resistencia a las ligeras corrientes de la brisa y no doblarse como el delicado mimbre de una rosa, y los pliegues de su vestido oscuro, englobándose y desmayándose de repente, parecían querer levantar en su nube aquella diosa solitaria de aquel desierto y amoroso río.
Esa mujer era Editza, en quien su organización impresionable y su imaginación poética estaban subyugadas por el atrayente imperio de la naturaleza, en ese momento y bajo esa perspectiva de amor, de dolor, de melancolía y dulcedumbre, salpicado el cielo por un millar de estrellas que, como un arco de diamantes, parecían sostener engarzada la transparente perla de la luna cuando todos los síntomas invernales habían huido bajo la brisa del trópico. Y, el alma sensible y delicada de la joven, sufriendo uno de esos delirios deleitables, que oía y veía con su espíritu, lejos del mundo material de la vida, sumergida en ese otro sin forma ni colores, donde campean los espíritus poetizados en los vuelos de su enajenación celeste.
Ella no veía ni oía con los sentidos, y el leve rumor que de repente hicieron las pisadas de un hombre cerca de ella, no le hicieron volver su bellísima cabeza del globo argentado que contemplaba en éxtasis.
Un hombre había descendido de la barranca. Sus pasos, precipitados al principio, se moderaron luego, a medida que fue aproximándose a la solitaria contempladora de aquel poético lugar.
Una especie de contemplación religiosa pareció embargar el ánimo de ese hombre, cuando a dos pasos de ella, cruzó sus brazos sobre el pecho y se puso a admirarla en silencio. Pero un suspiro hizo traición de repente a su secreto y, volviendo súbitamente la cabeza, la joven dejó escapar una exclamación, a tiempo que su cintura quedó presa entre las manos de aquel hombre, arrodillado ante ella: ese hombre era su esposo.
-¡Editza de mi vida!
-¡Céar mío!
Fueron las primeras palabras que pronunciaron.
-¡Ángel de mi vida, cuán bella estás así!-dijo el joven continuando de rodilla al pie de su amada, mientras sus manos oprimían su cintura y sus ojos se extasiaban en la contemplación de su belleza.
-Pensaba en ti-dijo ella, poniendo la mano sobre la cabeza de su esposo.
-¿Cierto?
-Sí, pensaba en ti; te veía pero no aquí, no en la Tierra; te veía a mi lado en un espacio diáfano, azulado bañado suavemente por una luz de rosa, respirando un ambiente perfumado, embriagado de una armonía celeste que vibraba en el aire; te veía en uno de esos instantes de éxtasis en que una fuerza sobrenatural parece desprenderse de la tierra.
-¡Cuán bella estás esposa mía! Y, Céar echaba a la espalda los rizos de su amada, para que todo su rostro fuese bañado por los rayos plateados de la luna.
-Eres feliz, esposo mío- ¿no es cierto?
-Luz de mi vida, yo no envidio a tu lado la existencia inefable de los ángeles… mira ¿Ves aquel astro, el más brillante que tiene el firmamento? ¿Lo ves? Ése es el nuestro, Editza; ésa es la estrella de nuestra felicidad; ella irradia, brilla y resplandece como nuestro amor en nuestras almas, como nuestra felicidad a nuestros propios ojos, como tu belleza irradia, brilla y resplandece en mi agotado espíritu.
-¡No, no!...
-¡Editza!
-¡No, es aquélla!, dijo la joven, extendiendo su mano y señalando una pequeña y pálida estrella que parecía pronta a sumergirse en el confín del río. Después, su espléndida cabeza se reclinó en el hombro de su esposo y sus ojos se clavaron sobre el cenit azul del firmamento.
-¡Céar, Céar mío!-exclamó la joven con sus ojos fijos en las estrellas.
-Vivo para ti-esposa mía. Respirar siempre, siempre, un perfume de felicidad como éste que nos embriaga. Beber tu risa ¡Oh, soy feliz, muy feliz! Oír siempre de tus labios una palabra de cariño, Editza; la esplendidez del día, la melancólica hermosura de la luna, el universo entero desaparece a mis ojos cuando tu imagen me preocupa; y como tu imagen está fija y gravada sobre mi alma, sólo tú existís para mi corazón… Tú me amas, ¿no es verdad? ¿Tú aceptas en el mundo mi destino no es verdad?
-Sí.
-¿Cualquiera que sea?
-Sí, sí, cualquiera que sea. Y si el destino adverso que te persigue te condujera a la muerte, el golpe que contase tu vida haría volar mi espíritu en tu busca…
Céar estrechó contra su corazón a aquella ideal criatura; y en ese instante, cuando ella acababa su última palabra inspirada por el rapto de entusiasmo en que se hallaba, un trueno lejano, prolongado y ronco, vibró en el espacio como el eco de un cañonazo en un país montañoso.
La superstición es la compañera inseparable de los espíritus poéticos. Y, aquellos jóvenes, embriagados de felicidad y malos presentimientos, se asieron de las manos, y miráronse por algunos segundos con una expresión indefinible. Editza, al fin bajo la cabeza, como abrumada por alguna idea profética y terrible.
-¿Por qué me separas tus ojos luz de mi alma?-preguntó Céar, después de un momento de silencio.
-¡Oh, no!... yo te miro… yo te miro en todas partes, Céar mío-respondiole la joven, mirándolo con una sonrisa encantadora y dulce.
-Pero tú has cambiado, vida mía.
-¿Yo?
-Sí, tú.
-Te engañas, Céar mío, yo no cambio jamás.
-Esta vez sí… hace un momento que irradiabas de felicidad y de amor…y, ahora…
-¿Y, ahora?
-El brillo de esa felicidad se ha nublado.
-Es porque la felicidad es un cristal que se empaña de repente con nuestro propio aliento.
-¿Desconfías acaso de nuestra suerte?
-Sí.
-¿Por qué? Esposa mía, ¿por qué?
-No sé… pero… quizás, este viaje que vamos a realizar.
-¿Tienes algún mal presentimiento?
-Aquí, aquí hay una voz que me dice, que me habla no sé qué, pero que yo interpreto tristemente-dijo Editza, poniéndose la mano derecha sobre su corazón.
-¡Supersticiosa!-dijo Céar, tomando aquella mano que había estado sobre el corazón de su amada y llenándola de besos. Y, una nueva y dulce sonrisa pasó otra vez jugando por la preciosa boca de la beldad chocoana, descubriendo sus bellos y blancos dientes. Enseguida levantóse y dijo a su esposo: Vamos, se nos hace tarde y debemos ya embarcarnos.
La mano del joven rodeó la cintura de la bien amada de su alma, mientras el brazo de ésta reposaba sobre su hombro, y asidos de ese modo los esposos llegaron a la nave.

Continuará...
Viene lo mejor

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