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lunes, 9 de marzo de 2009

Glinnila (3)

Los ojos somnolientos y radiosos de Glinnila se abrían en ese instante, el avión llegaba a su destino. Nos despedimos y quedamos de encontrarnos a las siete de la noche en el Estadero El Malecón, a orillas del río Atrato
Perfumes escondidos subían de las aguas del Atrato, de los arbustos florecidos, de los meandros pensativos y los rosales lejanos, que la sombra poetizaba en largas simbolizaciones de blancura.
Al ver a Glinnila un poco mareada por el efecto del champaña, la invité a salir al jardín, donde los aires puros le quitaran aquel principio de mareo. Le di el brazo y nos pusimos en camino; llegando al jardín donde estaba mi auto ella desvaneció en mis brazos. Cuando lo puse en marcha, ella abrió los ojos y me sonrió dulcemente. La besé en la frente, sobre los ojos, en los labios...
El beso embriaga. Y, loco ya por la trágica locura de los besos, me dirigí a mi casa de soltero y, Glinnila, entró a ella, seria, serena, erguida, alta la frente, inmutable y fatal, como la más pura de las esposas al más puro de los hogares; y pasamos por el iluminado gran salón familiar, hacia el dormitorio, cubierto de mármol el piso y sus paredes tapizadas en lila; y el gran lecho de caoba, con sábanas de terciopelo, adornado por un acuario, donde voloteaban decenas de palomas blancas y cantaban varios ruiseñores, apareció ante sus ojos.
¡Salve virgen! Dijeron las brisas y las flores.
¡Salve virgen! Cantaron los turpiales encerrados en jaulas de marfil.
¡Salve virgen! Repitieron los ecos de la noche cuando como una paloma que entra al nido, la doncella intocada hundió sus carnes en las bellezas nítidas del lecho.
La acaricié con mis labios en los lóbulos de las orejas para excitarla, prolongué esa caricia por el cuello de marfil y el pecho adorable, que descubrí bruscamente, haciendo saltar fuera del vestido los senos duros y delicados como dos pétalos de rosa. Los mimé largamente, apasionadamente, devorando a besos las corolas rojas de aquellas flores de nácar, teñidos de un suave color canela. Allí descubrí la belleza de ese cuerpo de diosa, y tuve orgullo de ver las divinas carnes reposando sobre mi lecho, cálido y sensible, hecho de plumas de colibrí; y ya desnuda, quedó bocarriba, casta, pura y radiante, como una Venus emergiendo de las espumas inmaculadas del mar. Me entregué totalmente a la contemplación de esa Venus en su desnudez de diosa; y en la atmósfera calmada, tibia con los perfumes de su cuerpo, se sentía en el aire algo así como las vibraciones del himno triunfal de su hermosura. La poseí, suavemente, cuidadosamente, ardientemente, con una pasión tierna, sintiéndola gemir y sollozar bajo mis besos, en el encanto y el dolor de aquella desfloración.
¿Cuánto tiempo estuvimos allí en brazos uno del otro? No habría podido decirlo.
-Mi amor, a propósito ¿cómo te llamas verdaderamente?- le pregunté -, cuando ya satisfecha mi pasión la miré desnuda sobre el lecho como una margarita desolada.
-¿Yo?- balbuceó ella- como esquivando una respuesta inmediata y cubriéndose con los abrigos de la cama en un gesto noble bajo las claridades lunares...
-Sí, tú.
-Yo, me llamo una mujer.
La repuesta evasiva y extraña, me irritó hasta la cólera.
-La respuesta es idiota- le dije-, ése no es un nombre sino un sexo.
Temerosa de haberme disgustado, y como un poco miedosa, la joven dijo:
-Perdóname mi amor, no quise ofenderte, pero, ¿te das cuenta cómo me encontraste? Creo que ya cumpliste tus deseos y, además, ¿qué os puede importar mi verdadero nombre? Es que las mujeres que somos de malas, tenemos uno: nos llamamos placer, algunas más felices se llaman: amor y, calló, como angustiada y, quedó muda, como en un abandono inmenso, aspirando un perfume de recuerdos removidos por el verbo profanador. El amor- murmuré yo con un sordo rencor- como en una resurrección súbita de visiones, donde gritara el gran duelo de mi corazón debido a tantas desilusiones...
¡El amor! ¿Sabéis vosotras las mujeres lo que es esa palabra?
-No sabemos de ella sino lo que los hombres nos enseñan, lo que ponen en nosotras para llenar el gran vacío de nuestro corazón; él, es verdad o es mentira según lo dijeron los labios que nos iniciaron en sus secretos; ellos nos enseñan la sinceridad o la falsía; nuestra alma está hecha por la modelación de sus besos; fue la presión de sus labios la que la hizo alma de lealtad o de perfidia; todo iniciador de amor es un modelador de almas; la nuestra está siempre llena de su presencia. Absorto, inquieto, ante la oscuridad reminiscente de esta respuesta, y a la vista de ese corazón misterioso, del cual el secreto pugnaba por escaparse como un perfume, dije:
-Y, la tuya, ¿quién la modeló para el amor?
-¿La mía? Por las formas del mármol se conoce el escultor; no podéis conocer sino mi cuerpo; me siento orgullosa que me hayáis encontrado virgen; mi alma, mi pobre alma, esa no la ha visto sino aquel que la despertó de su sueño de arcilla y, que acaso no verá jamás...
Hundida en la bruma débil, su cabeza perfumada, parecía soñar bajo el vapor cálido del lecho y la penumbra.
En la calma oceánica de esa hospitalidad tan amable y discreta, ambos dejábamos dilatar nuestros sueños por el jardín tentador de los recuerdos, viendo resucitar las horas anonadadas del amontonamiento fúnebre y clamoroso de las inexorables cosas del pasado. Una inagotable onda de pesar brotaba de nuestros corazones, que parecían tenderse con un largo estremecimiento portentoso hacia el pasado.
Algo inquieto y analista, interrumpí el silencio, y con la calma gris de un psicólogo profesional, interrogué a la joven, que parecía dormida en un dulce poniente de cosas profundas y calladas.
-¿Qué edad tienes?
Ella abrió los ojos, y en sus pupilas color café intenso, pareció brillar un horizonte de devastaciones.
-Diecisiete- respondió débilmente- pero los años de mi corazón son infinitos.
-¿Quién te enseñó a hablar así?
-Aquel que me enseñó a pensar.
-Y, ¿quién fue él?
-El mismo que me enseño a amar.
-Y, ¿dónde está?
-Él, me enseñó también el abandono.
-¿Su nombre?
-¿El nombre suyo? Ahora, llama: dolor, ¿después? Llamará: olvido...
-Ese no es un nombre.
-El, encierra y devora todos los nombres. Y, como si hubiese tropezado con algo la desnudez de su herida, la joven clamó, más que dijo:
¡No me interroguéis, no me interroguéis! ¿Qué os importa mi pasado? Menos aun si es doloroso y triste, mi cuerpo ha sido vuestro, ¿qué más queréis? ¡Haz lo que quieras con mi cuerpo pero no toquéis mi alma! y, como si temiese que por debilidad le arrancase su corazón para mirarlo, la joven trató de incorporarse bruscamente del lecho, pero la detuve, diciéndole: perdóname vida mía, no lo volveré a hacer, y la cubrí con las ropas de la cama, con un gesto de verdadera y tierna delicadeza. Un gran sentimiento de piedad me vino al corazón, ante aquella mujer silenciosa, llena de poesía, tan misteriosa y tan inconsolablemente triste, y el poeta que dormía en mí se despertó, y mi musa abandonada vino a besarme en esa hora de felicidad sublime y, escribí en mi diario prosas asonantadas, lapidarias y sonoras, como queriendo decir: Yo también sé el camino de la inspiración. Y, en esa prosa rítmica, esculpí y canté el cuadro de mi ventura:
“Un silencio rumoroso, idólatra y religioso, un silencio de santuario, había en torno a ese sagrario, donde inerte y descuidada ¡Oh, mi diosa! ¡Oh, mi adorada!
“Y, en la atmósfera vagaban, mil perfumes que embriagaban; y en los ruidos vagorosos, habían besos amorosos, que vibraban y cantaban en el rayo de la luz.
“De rodillas ante el lecho, con las manos en el pecho, conteniendo los latidos de mi pobre corazón, yo en silencio te adoraba y en silencio recordaba, que esa noche ya pasada ¡Oh, mi negra desposada! Te dormiste entre mis brazos, y al reclamo de mis besos y al calor de mis abrazos, se abrió tu alma a mis caricias, de tu amor con las primicias, como al rayo del sol fulgido la rosa abre su botón.
“Y, al mirarte así rendida, recordándote vencida, busqué un sitio y a tu lado, yo el león domesticado la cabeza recliné...
“Y, pensando en el hastío y en el olvido hosco y sombrío, y pensando en que pudieras olvidarme o yo perderte, tuve miedo de la vida, sentí anhelos de la muerte, lloré mucho y en silencio, en silencio te imploré”.
Después me acerqué al lecho, y haciendo como había escrito, coloqué mi cabeza en la almohada y puse mis labios en los de mi idolatrada. Glinnila, abrió los ojos, sus grandes ojos de zafiro, somnolientos, echó atrás su cabellera, río de espigas luminosas, puso los brazos en cruz, y se desperezó indolente con un gesto de ninfa acuática, mientras la luz jugueteaba en los bellos jazmines de su cutis, centellando en el polvo de oro de sus encantos desnudos.
¡Eva!
¡Eterna Eva! ¡Tentadora de amor!
¡Bendita seas!
Desde aquel día nos vimos tres veces por semana, en el mismo sitio, y repetimos los mismos ritos de amor.
La misericordia de la vida, nos da el amor como el más suave elixir del olvido que puede apurar el alma angustiada de un hombre, frente a los dolores irremediables. De ese licor habíamos bebido Glinnila y yo y nos embriagábamos de él; devorábamos nuestra felicidad como a un fruto lleno de dulzura, y la envolvíamos en los cendales del silencio. Y, nuestros cuerpos se unían como nuestras almas, en un fervor olvidadizo de las cosas que nos rodeaban. Bien pronto, no fueron bastante esas horas para vernos y amarnos, y buscábamos para eso hasta el seno más oscuro de la noche. Vivíamos siglos en la sensación deliciosa de aquellos besos que parecían hacernos inmortales. Sólo la luz inoportuna de la aurora venía a llamarnos a la vida real, a separar nuestros corazones cada vez más ilusionados- porque la ilusión vive en todo: hasta en el corazón turbado de dolor y en el seno agotado de la muerte. En ese olvido vivimos, hasta aquella tarde que en el jardín, Glinnila, más adorable que nunca, me reveló la dulce verdad: estaba encinta, y se quedó viviendo definitivamente en mi dulce hogar. Y, la vi embellecer, como en una maravillosa transfiguración. Al mismo tiempo, ella, consolada, apasionada y conmovida por aquel afecto que la rodeaba de cuidados y de atenciones cuasi paternales, se enorgullecía ante aquella cosa inmensa que se llama amor; y en la gloriosa aceptación de su destino, ponía tan candorosa pasión, se hacía tan filialmente tierna para con migo, que sentía engrandecer mi corazón. Mis libros de Física y Matemática, inconclusos, aquellos en que vivía gloriosamente mi alma viril, volvieron a sentir la fuerza opresora de mi pensamiento y mi didáctica. La fiebre del trabajo, la radiosa alegría de producir volvió a apoderarse de mí; y la maravilla de las leyes físicas, y la belleza de los números, llenaron las páginas vírgenes, como un gran río crecido que inunda una llanura. Glinnila, añadía a sus otros cuidados, amor hacia mí. Ella misma pasaba a limpio los borradores, me ayudaba a corregir las pruebas, recogía y catalogaba los originales. Salíamos muy poco y rara vez recibíamos visitas; apenas sí frecuentábamos cines y teatros. No se nos veía jamás en cafés, y vivíamos abrazados a nuestra tranquilidad como a un escudo. Mi corazón conquistado por el amor, tenía la dulce y aterradora mansedumbre de un león dormido, se diría que había amado siempre.
Glinnila, cuya salud florecía como un rosal en primavera, bajo las dulces ternuras que rodeaban su existencia, empezó a sentir síntomas de parto, y fue hospitalizada ese mismo día. Esperé con el corazón lleno de incógnita y de tristeza. Al largo rato, salió el médico que la atendía, y con semblante tranquilo, me informó que Glinnila había dado a luz dos varones. Cuando llegué donde estaba ella, la vi inmóvil, pálida y feliz, y a su lado los dos infantes que dormían. La abracé y la besé en la frente, y mirando a los niños dije: Tú, que eres el mayor te llamarás Idin II, y tú, que eres el menor, serás Adrián II. Ella, contagiada de aquella alegría, me sonrió débilmente, me tomó las manos y me atrajo contra su pecho con gesto maternal, y con lágrimas de emoción dijo: Mi amor, estoy plenamente convencida que esos nombres encierran algún misterio en tu corazón o tienes un “alma mística”.
Aquella mujer enferma me parecía más bella que antes, y comprendí que no podía separarse de ella...
Todas mis ternuras, todos mis deseos antiguos me subían al corazón en un flujo desbordante, y me estremecía nerviosamente al recuerdo de mis ingratitudes, que hoy se me hacían odiosas y monstruosas...
¿Cómo había podido hacer llorar tanto aquellos ojos prismáticos que eran como el espejo de su alma?... Una sed infinita de hacerse perdonar me subió al corazón.
Nuevos informes médicos me hicieron conocer que Glinnila retrocedía en su curación, una hemorragia imprevista se había presentado y su debilidad agónica no podía casi resistirla...
Yo, en el hospital no se separaba de ella, y preocupado ya no hallaba como consolarla y, la miré vencida por la fiebre, calmada bajo la influencia de las drogas, extenuada, apenas visible bajo las grandes sábanas que la cubrían y, en el denso silencio donde el ojo humano apenas veía la constante presencia de las cosas, la tomé de las manos, y casi de rodillas la miré dormir. Aquellas manos ardían como una brasa y el pulso apenas se sentía palpitar bajo la piel.
¡Cómo crecía mi amor hacia aquel ser frágil e idolatrado por mí que apenas se dibujaba allí como un sueño de luna!...
Un gran deseo me vino de morir también al lado de aquella rosa que se marchitaba bajo el tétrico esplendor de la nada, ídolo de mi corazón, que guardaba aun el recuerdo de las caricias pasadas, y sufría el castigo de mi idolatría a la cual había dado mi esperanza cándidamente... Mi dolor crecía siempre inmensamente, desnudo, inconmensurable como un cielo y, sentí cómo la mendicidad de mi corazón era vasta, vasta como el espacio y, vi que no había limosna terrestre para mi soledad espantosa que era como un principio eterno de la muerte...
La luz matinal hizo abrir los ojos a Glinnila, pesados de fiebre y llenos de un sueño malo, como una aglomeración de visiones. Se incorporó penosamente; fui en su auxilio, la tomé en mis brazos y arreglé en torno suyo las almohadas dispersas, la acaricié como a un niño, la besé en la frente sudorosa y la abracé tiernamente contra mi corazón.
-¿Has dormido bien amor mío?- le pregunté-, mirándola fijamente a los ojos.
-Sí.
-¿Sufres?
-No.
Su voz era débil como un gorjeo de pájaro, y de sus ojos febricitantes se escapaba la gratitud como un himno.
-Y, tú, ¿has dormido amado mío?
-Sí, toda la noche; y la mentira corrió de mis labios como una miel de misericordia, y se extendió como un bálsamo sobre los bordes de aquella herida incurable; y mi corazón cargado de verdades, se miró en los posos grises de aquellos ojos sumidos en la penumbra, ojos que esa mentira hacía luminosos como lagos de asfaltos heridos por el sol.
La fiebre y la hemorragia agotaron tal mente las fuerzas de Glinnila que en aquel momento daba la impresión de muerte. Asustado, la llamé a grandes gritos desesperados:
¡Glinnila, Glinnila!...
Ella abrió los ojos brumosos, llenos de penumbra, y me miró vagamente, como si volviese de limbos muy remotos...
Glinnila, Glinnila- sollocé-...
No es nada, no es nada, dijo ella, débilmente intentando sonreír. La abracé con desesperación, ante esa visión de la muerte en los ojos adorados; y ambos temblamos en conjunto, en ese silencio lleno de amenazas... Ella, al verse tan consentida, lloró dulcemente, un reparador llanto de felicidad; yo la miré llorar, hundida en esa embriaguez de ventura, llena de una extraña sensibilidad, ante aquella felicidad de muerte que parecía un crepúsculo, y calló largo tiempo.
-Perdóname- dijo ella-, volviéndose hacia mí, y reclinó sobre mi pecho varonil la cabeza triste y casi inerte, como para sentir por última vez cerca, aquel corazón misterioso lleno de tumultos... y, un gran soplo de melancolía pasó por nuestras almas, como bajo un cielo incoloro, sobre un río de silencio...
Glinnila, ya no se levantó del lecho. Los médicos, desesperados, hicieron hasta lo imposible por salvar aquella vida, todo fue inútil, su corazón misterioso al fin dejó de latir.
Quedé como aterrado a causa del dolor. Y en mi desesperación, tomé los niños, salí con pasos lentos y me perdí en las sombras negras de la noche, envuelto en el eco de mi voz que decía: mi alma triste, profundamente triste, abrumada por el peso de tantos recuerdos dolorosos y tantas desdichas presentes, no tiene ni aliento ni voluntad para seguir resistiendo este infortunio monstruoso engendro de un destino desgraciado.

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