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sábado, 2 de agosto de 2008

La fotografía. (Por los derroteros de la nada). III


Los árboles en hilera, a la izquierda de una calle polvorienta, sin asfaltar, ancha, y con el polvo suspendido en la atmósfera por los andares de algunas personas que la pasean o la cruzan o la andan con o sin un lugar determinado al que llegar; algunas con desgana, otras, las menos, con cierta prisa, como si la vida se fuese al estar en ese camino polvoriento.
A un lado olmos, hendidos por el rayo del desastre, de la desidia, del menosprecio; al otro lado más árboles, pero no olmos sino acacias, de talle estrecho, inclinadas algunas, otras rectas; y un pedestal de hierro forjado sobre el que se estira una estatua mitad humana, mitad animal, medio grifo, medio centauro, medio Dios sabe qué. Extraña, discordante con el entorno. Como de otros tiempos, de otros hombres o de otras almas.
Cinco personas se mueven al paso que unos bultos, valijas en su mayoría, les impelen a hacerlo. Los tres niños con las manos vacías; ellos, con las manos en los bolsillos de los pantalones cortos de felpa; ella con un peluche, cogido con fuerza, apretado contra el pecho. Por cariño, por protección o por no sabe qué. Tal vez por ser el regalo que le hizo su padre un día, no recuerda cuando, quizás el día que cumplió los seis años y decidieron que había que dejar la tierra vivida para irse a otra, al más allá, al más allá de la frontera, al país largo, donde una vaga promesa de felicidad, más intuida que real, les hizo dejar todo o casi todo, a todos o a casi todos, y salir en pos de una quimera, más allá de las fronteras, de las de los estados, de las de los espíritus, en busca de algo que no está en las billeteras sino en el alma. Como nómadas, como gitanos no gitanos, moviéndose al son de una música interior que les impele a ir de una lado a otro en una búsqueda sin límite y que les queda en las almas, impregnándolas como un sello indeleble del que ya, tan solo, por el tiempo y las circunstancias vividas, solo queda el débil recuerdo de la imagen que fue.
El padre, ligeramente encorvado hacia la izquierda por el peso de una valija de mala madera, o de cartón imitando a madera chapada, que porta sobre el hombro y que sujeta de la esquina con una mano. En la otra, doblada, la chaqueta, de paño, ni siquiera de algodón, ajada de tantos y tantos viajes trabajando. ¡Qué mal país!, repite como una salmodia, mientras el dolor del brazo se le hace insoportable por la tensión que la valija le produce en el brazo. Por el peso de la valija, por el peso de un país tanto tiempo sufrido, de una vida tanto tiempo soportada. Y el rictus de la cara es de un dolor tal que traspasa el tiempo y se hace eterno. Sin embargo hay en sus ojos como una chispa, algo de viveza que le hace moverse con cierta rapidez y determinación en busca de algo que ni él sabe pero que intuye o quiere intuir, por él, por ella, por ellos, hacia los que gira, de vez en vez, la cabeza, cuanto puede o cuanto el cuello le permite por la valija impuesta, alegoría fantasma de su vida, en busca de unos ojos que le aprueben la decisión tomada, que le ayuden en el caminar hacia ese destino del que tan solo sabe que llegará. Ojos que miran a los suyos con un amor no exento de miedo o de no sabe qué. Ojos marrones, casi negros, casi etéreos. Ojos abisales... Ojos que al recibir su mirada le llevan el espíritu a la languidez, al abandono, porque no hay nada más parecido a la verdad que el silencio de una mirada infantil. La madre, algo detrás y al lado, como protegiendo a los niños y mirando ora hacia delante, ora a los niños, ora a su marido. Es la hora de empezar de nuevo. Otra vez. Por las circunstancias vitales que les impone el país y ellos mismos, o él mismo. Porque su interior es así, porque él es así. Siempre hacia delante, siempre hacia otro lado, siempre arrastrando su figura y la de los demás, que aceptan porque es él, porque no tienen conciencia, y si la tienen no tienen capacidad de decidir o de comprender el resultado del hecho.
Y siempre fue así. Siempre es así. Siempre será así.
Diego Jurado Lara

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