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miércoles, 30 de enero de 2008

Diez desgarros

Nos separan diez años, uno tras otro, siempre con Alberto y Ascen cuando paso por la catedral y por Nueva Torneo, donde desembocan las calles que llevan sus nombres. Quedan tres huérfanos y una ciudad, un país, rotos.

Hemos estado dando vueltas desde las ocho y media por la calle Don Remondo, en la que aconteció la barbarie, hasta que por fin nos han confirmado que Teresa Jiménez iba a llevar ese libro de firmas que tanto hemos esperado. Había ramos y coronas de flores, y la gente se persignaba al pasar. Desde lejos he sentido la opresión en el pecho, el frío denso que no requiere descripciones. Luego me he sentido pequeño entre tantas personas valientes, tantas víctimas con la frente bien alta y el gesto solemne.

Le he dado a Teresa estos poemas que aquí publico. Me ha estrechado la mano con una mirada que nunca había sentido en mis ojos. Es una gran persona. Se merece todo lo que la vida no le ha arrebatado.


Fruto del dolor

A Ascensión, Alberto, sus familiares (especialmente sus hijos), con todo el cariño de mi alma.


I

No fue el llanto que rompe
después de la tragedia.
La noche ya lloraba crudamente,
se derramaba impotente
contra el empedrado
porque sabía lo inevitable.

La mañana,
como la marea de un mar ebrio
y abatido,
abandonó al margen
tres rosas que habían sido blancas.
Horas sonámbulas mediaban
entre el estruendo
y el crujir del unánime corazón
más de mil veces fulminado.

Nada cuesta imaginar el paseo,
las rosas en la mano,
el acecho chacal.
Nada cuesta recordar
el dolor que nunca se abrazó al olvido,
ni las noches abismales
donde se retuerce
sin descanso
el último instante de agonía.

Pero nadie puede ser quien esperaba,
al abrigo de sueños inocentes,
el regreso de unos padres
bruscamente ausentes.

Nadie puede recordar
todas las palabras de consuelo,
las caricias recibidas
y las ausentes,
las buenas noches
que faltaban al día siguiente.

Todos los años,
cuando llega esta tristeza,
me abate la certeza
de no poder servir de aliento,
haber sido feliz,
seguir viviendo.
Esos detalles,
esas breves satisfacciones
que nosotros malgastamos
y ellos ya no tienen.


II

Aquí os arrancaron
de las horas,
aquí os congelaron
para siempre
unos viles carroñeros
del infierno.

En esta calle apartada,
silenciosa,
en este fragmento
de muros y puertas y ventanas,
descansa vuestra memoria imperturbable.

Cuando las noches solitarias
os visitan,
¿no os cuentan
que os lloramos todavía,
que nadie os ha olvidado?
¿No os cuentan
que dos flores misteriosas
crecen al amparo de la sombra
en la esquina maldita
donde os perdimos de vista?

Desde los adoquines impasibles
os hago en las alturas,
fuera de aquí,
en un lugar
donde la miseria,
el odio,
la violencia,
el rencor y la locura
ya no os tocan ni os alcanzan.


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2 comentarios:

Juan Carlos dijo...

Mis Felicidades para tí,Eduardo, por estos versos conmovedores, tan llenos de emoción y autenticidad, y mi repulsa absoluta para aquellos, que cegados por la barbarie, no respetan nada y a nadie.

Un saludo,
Juan Carlos

Eduardo Martos Gómez dijo...

Gracias, Juan Carlos, aunque me gustaría que no hubiera poemas que leer, ni familias rotas para siempre. No puedo dejar de ver los ojos de Teresa haciéndome sentir tan pequeño, tan insignificante en mis cosas.

Un abrazo.