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martes, 8 de enero de 2008

Alma Mística (última entrega)

Nota:
Esta última entrega de mi novela Alma Mística, que es como una especie de reconocimiento a la belleza de la mujer colombina y a la nobleza de sentimiento de los jóvenes campesinos del Darién y del Chocó, corresponde la tercera parte de la obra.
Si algún lector se interesa en ella, puede adquirirla en: http://www.lulu.com/content/1431634.

Mientras Lides María pasaba distraída por el parque del Colegio, miradas extrañas la espiaban, un corazón amante suspiraba cerca de ella.
"Hay almas que se duermen en el ensueño, como en la nube el águila, mueren en pleno éxtasis. Se hunden en la bruma después de haber vivido en las nubes; no sienten la aproximación de la penumbra, entran en ella por la puerta del silencio, en la barca de los sueños luminosos. ¡Almas fuertes y bellas!
Abrazadas a una pasión única, viven de ella, se absorben en su culto, y se postran para idolatrar a un ídolo. Viven en el fuego; su pasión las ilumina, no las quema". A un alma así deslumbró Lides María con el esplendor de su belleza, inspirando una pasión semejante en Yúnier.
Su hermosura celestial hizo estrago en aquel corazón sensible; la que entonces, fascinada por su ingenuo proceder, volateó en torno suyo. Su culto silencioso fue como el de Vespertino por la Lámpara Sagrada: siempre girando en torno a ella y siempre lejos…
La impresión que le produjo Lides María, fue la de un deslumbramiento, la belleza incomparable de ésta, la elegancia en el vestir, su manera de andar, todo era nuevo para aquel joven, nunca había visto algo semejante. Y cuando Lides María transitó cerca de él, le provocó casi postrarse, como si hubiera pasado en sus andas doradas la Virgen del Carmen que era la patrona de aquel pueblo. Vinieron desde entonces para él, las noches de insomnios, las nostalgias asfixiantes, las ilusiones y anhelos de esa fiebre encantadora que se llama amor. Amor de veinte años, fresco y puro como una mañana primaveral, amplio y despejado como un horizonte, casto y primitivo que se desbordó en él. No era ese amor superficial de los jóvenes de la ciudad, mancillados con besos de meretrices y abrazos de sirvientas: amor de deseos torpes; amor marchito, nacido en corazones gastados y sin fuerzas, para esas grandes pasiones que llenan, embellecen y acaban con la vida. Así no era su amor...
Culto no confesado, crecía en el silencio de su corazón y se alimentaba en el aislamiento de su alma.
¿Cómo atreverse a confesarle ese martirio? De pensarlo no más se estremecía.
¿Cómo arrancar entonces ese amor? ¡Oh, no lo quería tampoco! Consumirse en llamas era su ideal.
En una de esas tantas noches de desvelo, que no pudo conciliar el sueño, Yúnier, invitó a unos amigos, y bajo la ventana por donde dormía Lides María, entonaron una de esas serenatas apasionadas y melancólicas, producto de corazones enamorados. Cantaron con el alma esos paseos y vallenatos hechos para hacer soñar y hacer sufrir a las almas sensibles. Y cuando callaban, el eco de sus voces varoniles, esparcidas en cadencia, iba a perderse en el aire calmado, bajo el cielo brumoso, en aquellas inmensidades vagas del mar. Allí los sorprendió el crepúsculo; momento en que, como una diosa que abandona con la primera luz del alba el lecho tibio de plumas y musgos en que dormía, Lides María arrojó a sus pies la manta y ligera saltó del lecho suyo. En pie sobre la alfombra dejó caer la túnica importuna, que rodó a sus plantas cubriéndolas por completo. Y así, parecía como emergiendo de las espumas inmaculadas del mar, cual si apoyase sus pies en una ostra nacarada en perlas y corales. Y quedó allí, desnuda, casta, impotente. La estancia toda parecía iluminada al resplandor radiante de su cuerpo.
“¡Deidad terrible la mujer desnuda. Terrible porque así es omnipotente!”
Lides María en su desnudez de diosa, sola en ese templo sin creyentes, sobre la piedra consagrada del altar, se entregó a la inocente contemplación de su belleza inigualable. Y, en la atmósfera calmada, tibia con los perfumes de su cuerpo, se sentía en el aire algo así como las vibraciones del himno triunfal de su hermosura.
Venus saliendo de las espumas inmaculadas del mar, no fue más bella que aquella virgen, surgiendo así de su lecho, blanco como la nieve, donde quedaban intactas, tibias todavía, las huellas de su cuerpo perfumado.
Arrojando a un lado y a otro la mirada ingenua de sus ojos, aun somnolientos, avanzó unos pasos y se halló frente al espejo, que parecía temblar ante el encanto y el huracán de esa belleza desnuda. Sus pechos pequeños, erectos, duros, con delicadas venas azules que terminaban en un botón vivo, color de sangre joven; por su perfección, podrían como los de Elena, haber servido de modelo para las copas del altar. Su cuello largo y redondo como la columna de un sagrario. Sus piernas duras y torneadas remataban en pie diminuto, de talones rojos como claveles de valle, y dedos que semejaban botones de rosas aun sin abrir en el crepúsculo.
Frente al espejo se contemplaba serena, aquella contemplación era inocente, se veía y se admiraba, tenía el casto impudor de la infancia, era descuidada porque así era pura, y sin embargo, en aquella hermosa esmeralda humana se ocultaba el fantasma del dolor.
César Rodríguez valencia

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